A 50 kilómetros de la ruta

Revista Número 7

Por Ulises Martino

Me encanta viajar por la ruta pero cada viaje es interminable. Cada kilómetro una pesadilla. Por eso muchos de esos viajes se me convierten en una aventura. Eso, tal vez, hable de los fantasmas con los que lucho.

No sé si este viaje iba camino a una aventura, con la mirada apuntando al asfalto, o incursionando en el campo, pero me pesaba como nunca. Kilómetro 112 de 487 en total, diez meses sin viajar por la pandemia, cuando estaba acostumbrado a una dosis mensual. Viajar es como un deporte, me sentenciaba. Si dejás de hacerlo por un tiempo determinado después ya no conservás la dinámica de aferrarte al volante.

Mi hijo me hablaba con continuidad desde el asiento trasero. Era, sin dudas, la mejor compañía del mundo. Contento de que hiciéramos ese viaje los dos, solos, como a él le gustaba decir. Los nenes. Cuyo término tenía la intención de no dejar afuera al perro, del mismo sexo, que viajaba en el asiento del acompañante.

-¿Papá cuánto falta para Mar del Sud? ¿Papá, cuánto se tarda en ir a África en auto? ¿Papá, cuánto me falta para cumplir dieciocho?

-Doce –le contesté en esa.

-¿Eso es mucho?

-Muchísimo.

Después pensé que no era muchísimo, yo había llegado a los cincuenta casi sin darme cuenta.

-¿Y para cumplir diez?

-Cuatro.

-…

-¿Y para qué querés cumplir diez?

-Porque cuando tenga diez voy a hacer muchos goles.

 2.

La casa de Mar del Sud, justamente, resultó la coartada perfecta para que los viajes sucedieran con regularidad. Era darme una excusa, alentado por el deseo del paisaje. Pero con los kilómetros por delante, sólo me consolaba detenerme en la próxima estación de servicio, ya lo había hecho en dos. Para que el perro meara, para que Román meara, para que yo meara, estirara las piernas y tomara un café.

Era la parte buena del viaje, sin peso. Momento de tranquilidad y paz. Tan intenso el efecto que he llegado a pensar que no hay lugar en la tierra más sublime que una estación de servicio en la ruta. Mejor que cualquier ventana o vista. Mejor que una montaña o lago. Sin pretender ofender a ningún creyente, es más probable que Dios se halle en una estación de servicio en la ruta que en una iglesia.

3.

A la altura de Dolores no sabía cómo seguir avanzando. Román ya no hablaba en el asiento de atrás, concentrado en algún juego de mi celular, y los cigarrillos que yo fumaba, uno tras otro, no me bastaban. Ni la postura de mi brazo extendido hacia el asiento del acompañante, buscando una mejor posición, mientras que con la mano izquierda sostenía el volante.

Ya sabía, era cuestión de seguir pedaleando. Pero la dificultad radicaba en mantenerse atado al volante. Fijo en la posición. Un kilómetro tras otro.

A poco de General Guido se me vino a la cabeza una vieja aventura. Dos años atrás, un trabajo de encuestas, justamente en la Ruta 2, visitando localidades aledañas, Pila, Dolores, Ayacucho, Castelli, y justamente Gral. Guido. Aquella vez a punto de trasladarme a Maipú decidí tomar un camino de tierra, buscando escapar del asedio que implicaba esa línea recta de la Autovía 2.

La ruta era desaconsejable porque solía convertirse en un barrial con cualquier llovizna y no estaba preparada para el tránsito regular. Aquella vez no me importó ni medio que hubiera llovido la noche anterior, ni que dos lugareños a los que les pregunté, la desaconsejaran. Eso aumentó el apetito. Sin embargo, hubo tramos donde pasé de puro milagro. Pero al cabo de una hora de aquel fango, asistí a un atardecer envidiable y atravesé dos ríos que había en el campo, antes de llegar a Maipú y hacer noche en un viejo hotel.

Pensé con nostalgia en aquel suceso y cabía la posibilidad de volver a recorrer el periplo. Además, no había llovido, que yo supiera, en un mes. Lo cual, le acreditaba seguridad al plan. Me dio cosa que iba con Román. Cualquier emergencia, que perdiera aceite, o quedarme con el auto por algún motivo, era correr un riesgo que era prudente sobrellevar solo.

Decidí que seguiría avanzando en la línea recta, aunque eso me diera más crispación. Y de regreso, para la Capital, que iba a ser en tres días (Román quedaba con su mamá y su hermana que ya estaban en Mar del Sud), me metería por aquel camino de tierra para que el viaje no se hiciera tan plomo y de paso recordaría  viejos tiempos.

4.

La única diferencia era tener que atravesarlo al revés. Es decir, comenzar por Maipú y manejar rumbo a Guido. No sabía muy bien dónde arrancaba el camino en Maipú pero lo resolví preguntando. Tan lindo volvió a ser andar por ese trayecto, bajo el cielo del campo, que una vez en Guido me pareció ridículo tener que volver a la Ruta 2. Atravesando la zona urbana, el camino de tierra continuaba, como para poder seguir avanzando en la desolación. Se me vino a la mente un pueblito llamado La Unión, me lo habían nombrado mucho en la encuesta. Un reducto alejado de Guido que, en sí, ya era un reducto alejado. Seguramente ese camino desembocaba en el pueblo ignoto que quedaba a casi 50 kilómetros de la ruta. Guido le proveía hasta los docentes, que por lo que había escuchado, iban y venían diariamente. Era raro que existiese un pueblo tan metido en la nada, con muy poca cantidad de gente, inentendible desde mi naturaleza urbana.

¿Cómo llevaban una vida a 50 kilómetros de la ruta?

Me puse en camino y el paisaje seguía siendo maravilloso. Bajé a fumar y me fotografié con el celular frente a dos tranqueras. Todo era un inmenso silencio. Al cabo de algunos kilómetros, noté que el auto se torcía hacia un costado. Me detuve, miré. Una rueda pinchada. Eso no estaba en los planes. Cuando estaba abriendo el baúl, dudé de que hubiera criquet. No recordaba cuál había sido la última goma pinchada, ni quien o como la había cambiado. No encontré criquet.

Miré hacia adelante, el paisaje. Era lindo pero con problemas. La Unión no podía quedar muy lejos. Como mucho, cinco kilómetros. Así que me eché a andar. Dos veces me volteé para mirar el auto, hasta que comprendí que era inútil. Me acordé de ese cuento famoso, en el cual un tipo al que le pasa lo mismo que a mí, termina diciendo Metete el criquet en el orto.

Yo no lo iba a decir. Pero ese cuento hablaba de un montón de cosas. Pasé por un casco abandonado. Miré vacas. Al cabo de unos tres kilómetros se empezaron a ver las casas.

5.

Consulté a un paisano acerca de una gomería y me indicó una a dos cuadras. Una persiana bien cerrada, decía taller mecánico. Aplaudí en dirección a la casa pegada. Una mujer de unos treinta y dos, no sé por qué pensé en treinta y dos porque aparentaba cuarenta, se dio a conocer como la esposa de ese mecánico, antes de anunciarme que Mario no estaba, que llegaría al otro día. 

-¿Y otro mecánico? –la consulté. ¿O un gomero? Pinché una rueda en la ruta.

-Mario es el único que se encarga.

La única alternativa era pedirle ayuda al primero que pasara, o tocar timbre casa por casa, alguien que pudiera prestarme un criquet. Alguien que, además, se dignara a llevarme hasta el auto. Estaba dispuesto a ofrecer dinero. Capaz que me llevara hasta Guido, de ser necesario. Eso lo razoné cuando se me ocurrió que no había revisado el auxilio. No era mi deporte llevar uno impecable. Ni revisaba, como no revisaba si tenía criquet.

Tarde o temprano uno se padece a sí mismo, pensaba mientras deambulaba. Quiero decir, palpablemente. No el espejismo simbólico de padecerse como una cosa, sino un padecimiento por un hecho concreto.

Finalmente un hombre que pasó en una camioneta accedió a llevarme hasta el auto. Una Dodge semi destrozada que irrumpió de la nada, doblando en la esquina. A la que me le interpuse parándome en la calle. La camioneta me esquivó pero se detuvo más adelante. Ni hola dijo el conductor, mientras masticaba alguna cosa que no era chicle. Después de mi explicación consintió llevarme hasta el auto. 

El auxilio no tenía caso, absolutamente sin aire. Así y todo, cambiamos el neumático averiado y pusimos el desinflado, tan solo que para que el hombre recupere el criquet.

-¿Qué querés hacer? –me preguntó en el medio de aquel paisaje. Tendría unos cuarenta, remera negra, empapada. Lo de la boca era un escarbadientes, que había resurgido de la oscuridad. Detrás de aquel personaje, sonaba la pregunta más simple del mundo.

-Porque yo tendría que ir volviendo –siguió-. Si querés te dejo acá con la rueda o te llevo de nuevo al pueblo.

No sabía qué contestar pero no estaba lleno de alternativas. Pasar la noche en el auto, averiguar de una grúa que viniera de Guido; o recurrir al seguro, a tantos kilómetros no iba a venir y además no tenía señal.

-Hay una señora, Isabel, que alquila una pieza. Cuando llueve y algún maestro necesita  quedarse en el pueblo, la alquila. Seguro que te hace pasar la noche.

Él, empapado, puso el neumático pinchado en su camioneta y nos pusimos en camino a La Unión. Estacionó frente a una casa y golpeó en una puerta, de la cual brotó una señora de nombre Isabel, de unos setenta de edad, con verruga saliente en la mejilla derecha y mentón alargado. Después de la presentación, Isabel, sin utilizar palabras, me condujo hacia el habitáculo donde yo pasaría la noche.

El hombre desapareció y no le pregunté qué íbamos a hacer con la rueda.

6.

Serían las seis de la tarde. La habitación tenía una pequeña ventana por donde se asomaba el atardecer. A esos de las siete, caminé hasta el taller mecánico. Le pregunté a la esposa del dueño si sabía a qué hora tenía previsto llegar Mario, al día siguiente.

-No sé –fue el resumen de la respuesta.

Después seguí caminando. Vi un almacén y compré una cerveza de litro, un pedazo de pan, salamín y un cuarto de queso para rayar. Me instalé en la habitación, luego de procurarme mediante Isabel, un cuchillo. Para mi sorpresa resultó bastante afilado. Apoyé sobre una mesa pequeña mi futura cena y me resigné a que pasara el tiempo.

Papá. ¿Cuánto se tarda en llegar a África en auto?

Ocho y media había oscurecido. Pero yo seguía mirando por la ventanita aunque solo se veía la noche.

Cerca de la diez, me acosté. Escondí el cuchillo debajo de la almohada. Cerré los ojos aunque no durmiera. En eso, escuché el sonido del motor de un camión en la ruta. Después, otro. Era imposible escuchar a tantos kilómetros. Y pensé que, siendo que se trataba de un simple viaje por la Ruta 2, era bastante curioso lo que me estaba pasando.

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