Schierloh, la vida alrededor de la escritura

Revista Número 1

Por Alan Talevi

Nació en La Plata, en 1981, y lleva publicados ya 14 libros. En 2018 obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes (novela) con M (Eterna Cadencia), un dispositivo textual inclasificable en el que extractos de diarios, cartas, y reseñas componen una hipótesis sobre los últimos años del autor de Moby Dick. Es igualmente reconocido por su proyecto editorial artesanal, Barba de Abejas, que por estos días cumple 10 años. Entrevistamos a Eric Schierloh, el escritor zen argentino.

En los últimos meses, en parte porque cobraron visibilidad las bibliotecas digitales, en parte por la profundización de la crisis de la industria editorial local, en parte por el proyecto de ley para crear el Instituto Nacional del Libro, se reavivó el debate sobre la relación entre escritura y subsistencia. Las opiniones alrededor de ese debate son variadas: hay escritores que consideran que sería virtuoso que su escritura contribuyera a su subsistencia, hay otros que recuerdan que la raíz etimológica de “trabajo” se vincula a un instrumento de tortura y oponen la escritura como un ejercicio de libertad y generosidad, y los hay que se enorgullecen de pagar para que su obra circule. ¿Cómo vivís vos la relación escritura-subsistencia?, ¿te parece una relación viable y/o deseable?

Que la relación entre escritura y subsistencia es (y será siempre) problemática, eso lo aprende cualquiera muy rápido. Que puede tratarse de una relación virtuosa es deseable, y posible en cierta forma. Que tal y como están las cosas ocurre sólo en una inmensa minoría de los casos es igual de obvio. Son problemas de prosistas, por otra parte, ¿no? Los poetas casi nunca se dan por aludidos en este asunto. Yo pensé en estas cosas bastante temprano, diría, y en parte fue determinante para crear la editorial, un tipo bastante específico de proyecto editorial. Entre 2006, momento en que apareció mi primera novela, y 2010, que es el año de creación de Barba de Abejas, estuve muy atento a buena parte de las cosas que rodean la escritura, la edición y la publicación de libros. Entonces pensé que una forma de poder vivir con la escritura para alguien que no escribe centralmente ficción, que no espera (ni piensa) publicar en los grupos multinacionales y que no está dispuesto a escribir a pedido (incluyo acá tanto la traducción “profesional” como el periodismo y el ghostwriterismo, incluso de uno mismo) era ampliando la escritura hacia la edición artesanal, hacia el extremo de la producción material de los soportes, para empezar. Y la verdad es que cuando veo los diez años de trabajo que pasaron, los más de cuarenta libros producidos, los dos talleres que armé en mi casa (el de impresión digital y encuadernación, y el tipográfico), los lugares que pude conocer y las amistades que quedaron en cada uno de esos lugares, y sobre todo la cantidad de proyectos posibles y viables que todavía hay por hacer, bueno: cierro el libro de cuentas y dedico parte de mi tiempo a compartir todo esto para que haya cada vez más editores artesanales, lo que es decir más vidas junto a la escritura en un sentido más amplio que el tradicional.

Si tuviera que definirte de algún modo, te diría que sos un autor “todo terreno”: editor, traductor, docente, narrador, poeta, y probablemente me olvido de alguna faceta tuya. Hay algo en vos de hombre del Renacimiento, en el sentido de artista que experimenta con todos los niveles de sus materiales y que se compromete con dimensiones muy distintas del mundo. Escribís el libro, sí, pero también trabajás con tipos móviles o experimentás con limpiadores caseros para usar en tu imprenta. ¿Cómo modifica tu escritura y tu lectura esa relación total, tan corpórea, con el libro?

Para ser honesto, sacaría narrador; no me considero tal cosa. Incluso mis novelas son muy poco narrativas, y cada vez lo son menos. Pondría en su lugar, en todo caso, impresor. Disfruto mucho más de imprimir que de contar. Prefiero escribir que decir algo. En cuanto a lo de hombre del Renacimiento, es algo que ya me han dicho y no sólo lo tomo con todo gusto sino también con bastante orgullo, porque me interesan muy puntualmente ciertos modos y valores de ese entorno preciso, como los de fundir vida artística y trabajo, la diversificación de la producción y el involucramiento del artista en las diversas instancias del proceso (no sólo crear sino también fabricar materiales, herramientas, dispositivos, técnicas), todas cosas que después retoma el movimiento Arts & Crafts, por ejemplo, o el Mingei en Japón, para oponerse no sólo a la industrialización sino además a ciertos (dis)valores que acompañan ese proceso (respecto de la edición de masas hoy, podríamos decir: destrucción de catálogos, borramiento de identidades editoriales, sobreproducción, obsolescencia programada, competencia desleal, destrucción de “remanentes”, omnipresencia acrítica, depreciación, concursos propaganda, etc). Estoy convencido de que una de las formas de desalienar el trabajo (entre tantos otros, la escritura, la edición y la publicación de libros) es mediante el taller de oficios (así, en plural), algo profundamente renacentista: la idea de artes y diversas labores o tareas reunidos en un espacio (sobre todo pequeño, y hogareño), en una instancia y con unos objetivos bien puntuales, entre los que está siempre, además, la posibilidad y necesidad de la experimentación con formas, técnicas y materiales. Y efectivamente, todo eso modifica la escritura, al punto de que todo pasa a ser parte de ella (por eso el concepto de “escritura aumentada” del que suelo hablar).

Desde hace un tiempo venís armando una imprenta tradicional, no-digital, reuniendo máquinas y tipografía. Si no leí mal, es un proyecto que compartís con otro escritor y editor artesanal, Carlos Ríos. ¿Cómo es o fue esa pequeña epopeya común con Carlos?

El taller tipográfico Barba de Abejas no es algo en común con Carlos Ríos, por cierto un amigo muy querido y un escritor a quien admiro mucho, que pude publicar (y espero poder publicar de nuevo muy pronto) y que dirige, para mí, una de las editoriales cartoneras más interesantes del mundo: la Oficina Perambulante. Pero sí que me ha ayudado, en todo caso, con la ardua tarea de recuperar y trasladar viejas tipografías. Como aquella vez (8/8/18) que fuimos hasta Tres Arroyos, en plena tormenta y alerta meteorológico, para comprar material en una imprenta de 1960 que había cerrado hacía unos pocos años. Afuera había unas ráfagas de viento helado que era imposible estar quieto, y todo el tiempo se veían pedazos de carteles y lonas volando por todas partes. La cosa es que compramos una docena de tipografías de plomo, en cuerpos grandes, y también de madera, una guillotina enorme y un cajón de orlas tipográficas. El auto estaba tan bajo por el peso de todo eso que no se veía nada por el espejo retrovisor. De ahí nos fuimos a dar una charla sobre edición a la feria del libro de Tandil, a agitar la edición artesanal, digamos. Después, ya de noche, emprendimos el regreso. Íbamos muy lento, recuerdo. En total fue un viaje de 22 hs., 1200 km y mucha charla, claro, sobre todas estas cosas. Un día ciertamente inolvidable. Gracias una vez más, querido Carlos.

 
A tu experiencia como editor independiente, se suma que publicaste en distintas editoriales, posiblemente con distintos modelos de edición. También tenés una notable participación en ferias editoriales, de acá y de afuera. Podría decirse que tu mirada sobre el circuito editorial es, entonces, bastante abarcativa. Si uno escucha a editores, escritores, y a las librerías unipersonales o familiares, todos atraviesan desde hace mucho situaciones complejas, a veces incluso críticas o precarias. El mapa editorial es muy inestable. Si tuvieras que diagnosticar el origen del problema, ¿qué dirías? ¿El libro está subvaluado? ¿La plata se distribuye de manera injusta entre los actores del circuito?

Diseminar mi producción en varias editoriales es algo deliberado, y en este sentido he tenido mucha suerte. Creo en ese tipo de crecimiento horizontal (casi diría que es el único “crecimiento” en el que creo), y eso te lo da publicar en diferentes editoriales artesanales e independientes industriales, en condiciones diferentes, claro, y con diferentes arreglos. En cuanto al diagnóstico que me pedís, son muchos los factores. Arriesgo estos: 1) la pérdida o disminución del poder adquisitivo de los últimos años. 2) La falta de políticas (sobre todo de políticas creativas y productivas, menos burocráticas y de sillón, digamos) para el fomento de la lectura. 3) En la mayoría de los casos el “negocio editorial” independiente es sumamente modesto para la cadena de producción y comercialización estándar: autor, editor, distribuidor y librero (que se reparten el precio de venta al público de un libro en 10%, 25% y 65%, aproximadamente; a partir de este esquema habría muchas cosas muy interesantes para analizar, ¿no?). 4) Está también ese otro estándar que tiene que ver con el modelo de funcionamiento de las librerías, que muchas veces a causa de la consignación (ese sistema en el que las editoriales “dejan” el material y las librerías pagan sobre las ventas, con larguísimas demoras) pierden independencia (en el sentido de que incrementan demencialmente el trabajo administrativo, por ejemplo) y parte de su imagen (cuando las librerías compraban en firme el material, es decir, antes de venderlo, las librerías “apostaban” en cierta forma como el escritor al escribir y que el editor al publicar, además de que construían fondos editoriales distintivos y, por lo tanto, una imagen y una dinámica asociadas a eso). 5) En cuanto a la escritura, está ese lugar entre cómodo y un poco ingenuo del productor de textos que cree que siempre está produciendo un bien deseado y rentable, y que quizás por eso no tiene ninguna relación con el libro, con la producción material de los soportes, quiero decir. Es la carrera de la literatura, que además conforma un paradigma y una forma de pensar(se) en el campo. Esa clase de escritor “trabajador de la palabra” está presuponiendo (al menos una idea de) la cultura en tanto industria de la cultura, y una cada vez más grande, capaz de emplear esas escrituras en una relación de dependencia. 6) Por último, está la forma acrítica en que hacemos tantas cosas: qué texto leemos, qué libro compramos, dónde lo compramos, a quién beneficiamos directa o indirectamente con algo de todo eso, etc. Yo cuando escucho que los libros son caros trato de poner eso en perspectiva (que es la única forma, por cierto, de poder acordar, más o menos, sobre algo “caro”): ¿cuál es el valor de la lectura? ¿Y de la relectura? ¿Estamos evaluando el tipo de soporte o sólo el acceso que nos permite al texto? ¿Cuál es el valor de poder prestar ese libro a otros (y multiplicar así las lecturas, algo que, mal que les pese a algunos autores, no tributa regalías de ningún tipo)? ¿Y de poder revenderlo en una librería de viejo? ¿Y de donarlo a una biblioteca? Quizás algo de todo eso ayude a aumentar, aunque sea un poco, el “precio” de modo que adquirirlo suene un poco más justo. Por otro lado, no es lo mismo un bibliosistema donde se compran pocos libros que uno donde se leen pocos textos. Ahí habría que hacer algunas precisiones. Hay muchos problemas que tienen que ver con la incompatibilidad, diría, de escalas, dinámicas y objetivos; me refiero entre autores, editores y librerías o ferias. En cuanto al dinero, está mal repartido porque es un diseño pensado desde la edición industrial de masas, cada vez más concentrada. Yo como futuro editor artesanal, en esos años de observación y estudio de las problemáticas ligadas al campo de la edición, me di cuenta (estrictamente para mí) de dos cosas: que no había mucha publicación de traducción dentro de la edición artesanal (aunque conocía Chapita, una editorial artesanal fundacional, por cierto, las suyas eran más bien versiones o reescrituras violentas, poéticamente hermosas y violentas), y que para poder no sólo sobrevivir sino además desarrollarme tenía que tener una estructura pequeña (hogareña y unipersonal), una política clara (no cobrar por publicar, lo que implica no hacer un negocio de la publicación sino de la venta de libros; elegir muy bien las librerías y tratar de que acepten mis condiciones; problematizar el campo y que la alternativa se condiga con mi producción; colaborar como sea para que haya más editoriales artesanales) y, por supuesto, un catálogo distintivo, algo que siempre está en construcción y ligera ramificación, de todos modos.

¿Dónde aparecen las escrituras que más te convocan?, ¿en las editoriales mainstream o en las independientes?

En general las escrituras asociadas a las corporaciones y la parafernalia del sistema industrial de publicación a gran escala no me interesan. No encuentro casi nada ahí. Casi todo lo que leo proviene de una u otra forma de la edición independiente, sobre todo porque es lo que miro más de cerca y críticamente. Ahora, muchas otras cosas que también me interesan, sobre todo como editor y traductor, ni siquiera aparecen en editoriales. Ahora mismo estoy leyendo a Ethel Mairet y Soetsu Yanagi, por ejemplo.

Si comparamos tu novela M, con la que la precedió La mera tierra, son propuestas narrativas muy muy distintas. Esa distancia, ¿surge de una búsqueda deliberada o fue algo contingente?

En parte es algo deliberado, porque la diferencia entre un proyecto y otro siempre es, al menos para mí, un pulso natural y atendible. Pero en parte también es algo muy contingente, es lo que yo llamo “el chasquido”: trato de estar atento a eso, de seguirlo para ver adónde me lleva, la forma en que dialoga con lo que tengo previamente en mente, que de todos modos siempre es algo muy nimio, vago. M era un libro que ya estaba escrito, en cierta forma, en la larga serie de materiales biográficos que vengo escribiendo desde hace más de diez años y que va desde la cronología de la vida de Melville que está en la primera versión de la antología de su poesía (Lejos de tierra, que apareció en Bajo la luna en 2008) hasta los textos que acompañaron otros volúmenes posteriores (sus conferencias, diarios y cartas). Entonces, en un momento me di cuenta de que tenía el grueso del material de un proyecto pero faltaba lo más importante: la forma. Y la forma apareció en el contexto de un plan mayor compuesto por nueve textos sobre la escritura que se llama El viento en los túneles de la mente (en el que M es el tercer texto, aunque fue el primero en publicarse). Después está la foto del final, que saqué en la tumba de Melville durante un viaje y que me dio, de alguna manera, la idea motora de trabajo con los materiales, y el título.

La mera tierra, en cambio, tiene un origen completamente diferente y va más por el lado de la novela en viñetas, del verso que se expande parasitado por lo narrativo y que, supongo, va a desembocar de alguna manera en la novela en verso (no es estrictamente en verso, pero así se entiende mejor lo que quiero decir) que estoy escribiendo por momentos: Hombre-Montaña.

¿Qué representa Herman Melville para vos?

Quedé fascinado desde que leí Moby-Dick. Después vino todo eso de releerlo, traducirlo, compilar su obra, leerlo en inglés, estudiar su vida, estudiar los estudios sobre sus obras, etc. En cierta forma es una fuente de material inagotable, para la editorial pero también para mi propia escritura. Hay palabras clave que resuenan mucho en mis propios intereses: aislamiento, digresión, viajes, escritura (no como profesión sino como oficio, o como profesión fracasada, en todo caso), la relación vida/obra de nuevo. Pero más allá de todo eso, Melville es un escritor muy disfrutable. Tiene muchas obras absolutamente desconocidas y muy buenas, e incluso algunas que todavía no están traducidas a nuestra lengua.

“M” no es una novela convencional. Incluso podría pensarse como una obra procedimental [en el sentido de que el procedimiento está más a flor de piel], donde hay un trabajo profundo con documentación biográfica de Melville. ¿Cómo te llevás con la escritura procedimental?, ¿qué pensás de eso que Goldsmith llama “escritura no creativa”?

Ni siquiera estoy seguro de que sea una novela, más allá de serlo en el sentido levreriano del término, ¿no? La escritura procedimental me interesa particularmente, sobre todo para la serie de la que hablé antes, El viento en los túneles de la mente. Pienso en libros como Veinte líneas por día de Mathews, Me acuerdo de Perec, Teoría de Goldsmith (que pronto publicaré en Barba de Abejas) o El libro de los pasajes de Benjamin: son textos maravillosos porque en un punto el procedimiento queda relegado, o neutralizado, y aparecen cosas inesperadas, cosas que quizás hayan sido igual de espontáneas para el escritor. Como pasa en las películas de Herzog, o de Lynch. Y creo que ese es un poco el desafío a la hora de trabajar con un procedimiento. En este sentido, el procedimiento del diario me interesa mucho (al punto de que Barba de Abejas se planteó en un principio como editorial exclusivamente de diarios). Las “escrituras no creativas”, en cierta forma un nombre nuevo para prácticas que tienen algunas cien años, me interpelan porque implican una forma muy provechosa de entender los “materiales”, y de entender también la escritura por fuera de la industria, del sistema de propiedad intelectual y del negocio editorial a gran escala.

Hay instancias de tu narrativa donde la veta poética se hace muy presente (pienso, otra vez, en La mera tierra). También hay obras poéticas tuyas, como Por el camino de tierra, donde aparecen formas muy heterogéneas, en las que incluso permitís el ingreso de dispositivos no textuales. ¿Es parecida la manera en que abordás la escritura de un poema o de una pieza de narrativa? ¿Surgen de modos anímicos o mentales distintos?

A esta altura, para mí sólo hay escritura. Puede que cuando estoy escribiendo poesía preste un poco más de atención a los fractales de la lengua, por así decir, pero no le doy a eso mayor estatuto que el de una contingencia. Pienso en el libro, en todo caso. Cuando escribo la unidad a la que me dirijo y en la que estoy pensando todo el tiempo es esa: el libro.

En «Diario de Costamarina» y «Por el camino de tierra» hacés una profunda reflexión sobre el sentido de la escritura. Ahí señalás «¿Qué le importa a todo lo demás la escritura”, y hay una idea de escritura (y en particular de eso que llamás “escritura nimia”) como una manera de beber del mundo y de recuperar el mundo vivido. Mi última pregunta es: ¿La escritura, Eric, para qué?

Hay un montón de porqués para esa pregunta (materiales, culturales, económicos, personales, biológicos, psicológicos). Me interesa el tipo de escritura que, sin dejar de estar afectada, y constituida en cierta forma también por algo de todo eso, bordea, elude e incluso atenta contra lo meramente resolutivo.

Fotografías: Raúl Goycoolea.

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