Las reglas del juego

Revista Número 7

Por Oscar Bracamonte

     Para medir un lote hay que ir armando triángulos en el terreno, clavar jalones en las esquinas y calcular los ángulos con el teodolito. Después se miden los lados con la cinta métrica y por operaciones matemáticas se precisa la superficie. Papá y el tío Julio eran ingenieros y cada tanto tenían que hacer una mensura. Esa vez era en un loteo nuevo, más allá de la cancha de Peñarol, en Argüello. Habíamos andado antes por ahí, demarcando unos lotes. Cada vez que pasábamos por atrás de la tribuna, mi papá decía que era el presidente del club, y se reía. La verdad era que le habían dado un carné de “Presidente Honorario” por hacer los planos gratis. Como era sábado y no teníamos clases, fuimos mi hermano y yo. Mi tío lo llevó a Julito, tenía doce años y era el más grande de los primos, le llevaba un año a mi hermano y a mí dos. A veces nos dejaban mirar por el teodolito; se veía todo al revés, con un montón de letras y números impresos sobre la lente.

      Un jalón es un palo de más o menos tres metros de alto, con franjas rojas y blancas que lo hace visible de lejos. Se hacen de madera liviana y se quiebran con facilidad. Tienen una punta de chapa enrollada para clavarlo en la tierra. Papá y el tío Julio solían llevar cuatro jalones, aunque sólo utilizaban tres para trabajar, era raro que usaran el cuarto. El loteo era un descampado inmenso, con alguna casa cada tanto. Para no aburrirnos, después de explorar los alrededores, inventábamos juegos. Esa vez Julito inventó uno con el jalón que sobraba. Sentíamos en el aire los primeros calorcitos de primavera, y aunque todavía hacía frío teníamos pantalones cortos. Los yuyos, quemados por la helada, nos raspaban las piernas. Hacía varios meses que no llovía, la tierra estaba reseca y formaba guadales que nos dejaban puntitos negros en los tobillos.

      Yo saqué el palito más corto y a mi hermano le tocó el mediano. Julito dijo que tenía suerte porque iba ser el último. Había una o dos casas por manzana, casi todas sin terminar, las calles de tierra estaban recién abiertas. Cada uno podía caminar cinco cuadras, ganaba el que encontraba mejores cosas tiradas en su camino. Paré bien el jalón, derecho, lo largué y caminé en la dirección que señalaba. Los otros me seguían. Sólo valía desviarse si había un árbol. Encontré un tenedor con un diente roto, un zapato agujereado que no servía ni para cuerito de honda, un forro usado y una linterna con las pilas puestas y el vidrio rajado. Ni siquiera estaba oxidada. Les apunté para que vieran la luz y los hice esperar hasta que la limpié en el pantalón. Julito, que se hacía el detective, dijo que seguro se le había caído a un choro que estaba en pedo. Paré a las tres cuadras porque pensé que mi linterna era un tesoro insuperable. No tenía sentido que siguiera.

      A mi hermano el jalón le marcó en la dirección opuesta. Se le notaba en la cara que estaba seguro de ganarme. Casi al final de las cinco cuadras, se agachó y levantó un cuchillo de cocina roto, con un pedacito de hoja. Igual puso cara de haber ganado. Siempre hacía lo mismo. A Julito, el jalón le señaló casi la misma dirección que a mí.

      Tiro de nuevo, por ahí ya fuiste vos, dijo.

      No vale, tenés que ir para donde apunta.

      Bueno, qué me importa, se resignó. Y empezó a andar.

      Al principio fue por donde yo había caminado, pero de a poco el ángulo se iba ampliando y su camino se apartaba. Volvió a encontrar el forro y se lo tiró a mi hermano que lo esquivó. No sé de qué se reía si no había encontrado nada. A las tres cuadras levantó una bombacha, tenía una mancha oscura adelante, parecía sangre seca. La puso cerca de la nariz, se hizo el que olfateaba y dijo que tenía un olorcito divino.

      ¡Qué va a tener olor!, le dijimos, con ganas de saber si era cierto.

      Bueno, jódanse.

      Enganchó la bombacha en un palo y haciéndose el soldado gritó que esa era su bandera de combate.

     Julito tenía que rodear un tala enorme, que estaba pasando una acequia sin agua; en el fondo, el barro resquebrajado formaba un dibujo. Julito saltó la acequia, y empezó a bajar el bordo apoyado en el árbol. Enseguida se quedó duro, dio media vuelta y volvió corriendo. Estaba pálido y temblaba. Se sentó en el suelo, agitado y cuando se calmó un poco, dijo que atrás del árbol había un muerto. Al principio no le creímos, siempre hacía bromas pesadas, pero esta vez se lo veía aterrorizado y a nosotros medio que también nos entraba el susto. Le dijimos que dejara de inventar, pero él insistió y enseguida, reponiéndose, propuso que fuéramos a verlo. Mi hermano se negó rotundamente. Si tengo que decir la verdad, me atraía bastante la idea de ver un muerto. Como mi hermano no quería y era más grande que yo, les propuse que lo miráramos desde el borde de la acequia y fuéramos a avisar.

        Dale, antes lo miramos, acordó Julito.

     Mi hermano se negó un par de veces más, pero al ratito se quedó callado, lo que para nosotros era igual que estar de acuerdo. Julito y yo empezamos a caminar despacio en dirección a la acequia y después que saltamos para cruzarla, sentimos que mi hermano nos seguía.

    Desde el bordo de la acequia se veían los pies del muerto. Tenía unas Topper rojas, desteñidas. Cuando estoy nervioso se me ocurren cosas estúpidas, pensé que el pobre tipo nunca más iba a usar los pies. Sin decir nada, los tres empezamos a bajar lentamente de la acequia, alejándonos del árbol. Era la primera vez que yo veía un muerto. Me impresionó lo quieto que estaba, pero no dije nada porque se iban a reír. Tenía la espalda apoyada en el árbol y la cabeza ladeada. Los ojos negros, como el pelo, estaban abiertos y como congelados. Una cicatriz profunda le cruzaba una de las mejillas. Recordé la marca en la cara de un amigo que se quemó con una soga por bajar rápido de un árbol, aunque esta era más profunda, gruesa, como si fueran dos labios. Me agarró un ataque de miedo y le rogué a Julito que nos fuéramos, pero mi primo había recuperado la confianza y estaba decidido, como siempre, a resolver por nosotros.

       Yo me lo encontré, yo decido, dijo con firmeza.

     Mi hermano bajó la vista, mudo. Le tiritaban las manos, como a mí. El muerto era joven, tenía puestos unos vaqueros y un buzo verde. La sangre le había chorreado por el cuello, en la cabeza se le veía una costra seca.

       Lo mataron con esa piedra, señaló Julito.

      Insistí en que le avisáramos a Papá y al tío Julio, pero era como si no me escuchara. A mi hermano se le salían los ojos y seguía callado. Julito se paró al lado del muerto y lo tocó con el pie. El cuerpo apenas se movió, pero largó un olor asqueroso.

      Se cagó en las patas cuando lo mataron. Qué olorazo. Debe haber sido anoche. Seguro fue la mina de la bombacha, dedujo Julito muy agrandado.

     Yo protesté y le dije que me iba, que si él quería quedarse que se quedara. No esperé el apoyo de mi hermano porque seguía mudo.

       Ni se te ocurra, ordenó Julito.

       Y qué vas a hacer. ¿Te lo vas a llevar a tu casa?, le dije con bronca.

     No me contestó. Con el palo le pasó la bombacha por la nariz al muerto y le preguntó si recordaba el olorcito. Largamos una carcajada que no duró mucho.

       Mejor que avisemos, se le escuchó apenas a mi hermano.

    Pero mi primo no estaba dispuesto a escuchar a nadie, se lo veía fascinado, como si la situación y el muerto fueran de su propiedad.

       Mirá, se le meten las moscas en la boca, dijo. Le puso la bombacha en la cara, tapándole la boca y se alejó un poco para contemplar su obra.

       La bombacha se mueve, parece que respira, dijo mi hermano aterrorizado.

     Pero no, boludo, no ves que son las moscas que salen de la boca, dijo Julito. Enganchó la bombacha con el palo y la levantó. Al hacerlo raspó un ojo del muerto y la cabeza se movió.

       Cuidado con el ojo, le dije.

       Pero si está remuerto.

       Dale Julito, terminala.

       Nadie va a contar nada. Tengo derecho, son las reglas del juego.

      Le dije que estaba loco, que teníamos que avisar a la policía. Si no lo hacíamos capaz que nos metían presos o algo por el estilo, pero era inútil.

     ¿Para qué vamos a avisar? Seguro fue la mina de la bombacha… y la linterna tiene que haber sido del tipo.

     Volvió a decir que él se lo había encontrado y que solamente él podía decidir, eran las reglas del juego. Acepté, pero le dije que no estaba de acuerdo y que me iba. De mi hermano sólo esperaba que me siguiera, porque había vuelto a quedarse callado. A veces parecía más chico que yo, sobre todo cuando se asustaba mucho y hacía unos silencios que duraban bastante.

       Subí el bordo de la acequia y salté, atrás escuché los pasos de mi hermano.

       Ey, esperen un cacho, ya voy, gritó Julito. Che, si la linterna era del muerto te estás llevando una prueba del crimen.

       ¿Y vos, que te traés la bombacha?, le dije con odio.

       Al final, tiramos todo.

           

      Papá y el tío Julio desarmaban el teodolito. Habían puesto el trípode en el estuche de cuero y la parte de arriba en la caja de madera forrada con felpa verde.

      Aparecieron, dijo papá. Qué carita che, parece que están cansados. A juntar los jalones que nos vamos.

       En el viaje de vuelta ninguno de nosotros habló. Papá y el tío conversaban. Cada tanto el tío Julio nos miraba intrigado y yo le sonreía para disimular.

      Antes de llegar, Julito se hizo pantalla con la mano y me dijo en la oreja:

      Seguro que tus huellas quedaron en la linterna.

 

Mini Bio

Nací en Córdoba. Me fui varias veces pero siempre vuelvo, esta ciudad tiene un atractivo especial, quizás porque es inaprensible. He escrito mucho, aunque solo publiqué dos libros de poesía y uno de cuentos. El primero se llama «Diecinueve«, por el escalón del sótano de Beatriz Viterbo en el que el ciego vio el Aleph (vaya paradoja). El segundo «Ábrete sésamo«, porque en ese tiempo mis hijos crecían junto a mí y eran una revelación. El tercer libro se llama «El filo cortante de las piedras«, a él pertenece este cuento que ahora publica «CaradePerro”.

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