El gran sueño americano

Revista Número 8

Sam Shepard/Editorial Anagrama

“Los intereses de la compañía”

De El gran sueño del paraíso

Sam Shepard

Editorial Anagrama

(…)

Y esos tíos, seguro que entre los dos pesaban cuatrocientos kilos, en serio. Y ahí están, con barba de tres días, el pelo largo hasta el culo y llenos de tatuajes. No llevaban calcetines. Lo veía claramente desde aquí, para que veas cómo son mis ojos. Eran dos auténticos animales salvajes. Llevaban la palabra sospechoso escrita en la cara. Mientras ponen gasolina sus ojos no paran quietos. Me miran fijamente, miran hacia la carretera, me miran otra vez a mí. Yo estaba rezando para que se largaran sin pagar y así no tener que enfrentarme a ellos. O sea, imagínate. Una mujer sola, en medio de la nada, y esos dos que entran en la tienda. Tomo nota de la matrícula porque así al menos tengo algo para enseñarle a Noling cuando se ponga borde conmigo al día siguiente. Pero cuando levanto la vista veo que no se largan sin pagar, ¡están entrando! Van directos hacia las puertas, los dos, directos hacia mí. Y ahora mi corazón va a mil por hora porque si los dos daban miedo de lejos, ahora parecen los protagonistas de una película de terror. Balanceando sus brazos rollizos, lanzando enormes escupitajos negruzcos, y sin hablar ninguno de los dos. Eso es lo que me puso más histérica.

El silencio. No salió ni un gruñido de ninguno de los dos en todo el rato. Y yo estoy sola, ¿sabes? No hay ni un alma en la tienda. En general me las hubiera apañado bien si los hubiera oído hablar entre ellos, o atragantarse, o alguna cosa, pero los dos estaban callados como muertos. Es que no puedo soportar cosas así. No sé, yo siempre tengo algo encendido, la radio o la televisión, o algo para llenar el aire, para expulsar la soledad. Me hace sentir acompañada. Pero el silencio hace que me suba por las paredes. Así que entran y pienso: «Mierda, ya está», pero en vez de venir hacia mí van directos al pasillo de los caramelos, muy lentos, balanceando sus brazos rollizos. Son tan gordos que sus brazos sobresalen hacia los lados y la luz de día se cuela por debajo de sus axilas. Como cuando ves moverse a un pavo recién cebado, se mueven así. Muy lentamente, arriba y abajo del pasillo de los caramelos, y el único ruido que se oye es el de sus llaveros de cadena chocando con sus caderas. Los tienen a juego, atestados de llaves inglesas y navajas en miniatura, abrelatas y esas enormes cruces de hierro negro que llevan los moteros. Ya sabes, esos chismes alemanes que llevan los de las Harley y toda esa mierda. Todo a juego. Y allí están, deambulando por el pasillo de los caramelos, enormes. Los dos. Como un par osos tontos perdidos por una autopista. No me miran ni una sola vez. Sólo miran los caramelos. Cogen los M&M’s y miran la etiqueta, luego sopesan las bolsas, como si quisieran comprobar cuánto pesan o algo así.

No lo entiendo. ¿Cuándo fue la última vez que comprobaste el contenido de una bolsa de M&M’s? Los dos siguen a su aire. Sin hablar. Van hacia las barritas de chocolate y cacahuetes y hacen lo mismo, miran la etiqueta, huelen el envoltorio. Luego pasan a las chocolatinas Tootsie Rolls y los tarros de manteca de cacahuete Reese’s. Arriba y abajo del pasillo, una y otra vez. Cuando llegan al final tienen los gordos brazos llenos de chocolatinas. Los dos exactamente con los mismos caramelos. Lo veo desde el mostrador. Les miro atentamente con el rabillo del ojo, intentando llevar la cuenta de lo que han cogido, mirando por los intereses de la compañía.

Y todo el rato estoy pensando que seguro que van a atracar el local. Ese rollo de los caramelos es solo una tapadera para estudiar el lugar, las cámaras de seguridad, las salidas, las alarmas y toda esa mierda. En cualquier momento se destaparán y me apuntarán con una pistola enorme. Eso es lo que pienso. Pero no. Van hacia el pasillo de las patatas fritas y empiezan a apilar bolsas de fritos, patatas fritas Cool Ranch, Ruffles y galletitas Pretzels. Es increíble. Y cada uno de ellos coge exactamente lo mismo que el otro, como si tuvieran miedo de que uno se quedara con algo que el otro no tiene. Un par de enormes bebés con barba. Entonces se vuelven hacia mí. Al final del pasillo se paran y se vuelven hacia mí y yo pienso que ése es el fin. (…)

Sam Shepard nació en Illinois, Estados Unidos, en 1942. Fue escritor y dramaturgo, y también trabajó como director, actor y guionista en el ámbito cinematográfico. Creció en una granja en California, en la que su familia cultivaba aguacates. Su padre fue nómade y alcohólico, y su presencia recorrió diversas de las obras del escritor. Los primeros trabajos en su juventud variaron entre recolector de naranjas, trabajo en establos y esquilador de ovejas. Estudió brevemente agricultura en Mount San Antonio College y en 1962 se mudó a Nueva York. Allí trabajó como camarero y se adentró en el mundo de la actuación, el cine y el teatro. Comenzó a escribir sus primeras piezas de teatro, como Cowboys (1964) y The Rock Garden (1964). En 1966 consiguió una beca en la Universidad de Minnesota y ganó numerosas veces el premio OBIE por Chicago, Icarus’ Mother, La Turista y Red Cross. Debutó como actor en la película Días del cielo (1978). En la década de los setenta tocó la batería en el grupo folk The Holy Modal Rounders. Recibió premios de Rockefeller Foundation y Guggenheim Foundation y recibió el Premio Pulitzer en 1979 por su obra Buried child. Escribió más de 50 obras de teatro, guiones de películas, como la emblemática Paris, Texas, dirigida por Wim Wenders, tuvo un romance y amistad de por vida con Patti Smith, se casó con la estrella de Hollywood Jessica Lange. Murió en 2017 a los 73 años, en Kentucky, Estados Unidos. Algunos de sus títulos son Crónicas de motel (1982), Hawk moon (1973), Cruising Paradise (1997), Locos de amor (1985), Simpático (1994), y cuentos como “Extranjeros” y “Los intereses de la compañía”, de donde se extrajo el fragmento aquí reproducido.


El almuerzo desnudo

William S. Burroughs

(…)

Así que pierde y pierde y vuelve a perder. Un día, en el momento de ir a poner una piedra en una joya, se le ocurre lo de siempre. «Naturalmente, luego la devolveré.” Últimas palabras de lo más conocidas. Y aquel invierno, diamantes, esmeraldas, rubíes, perlas y zafiros imperiales del haute mundo van siendo empeñados uno tras otro y sustituidos por imitaciones falsas…

La noche de inauguración de la temporada de ópera llega una vieja cacatúa creyéndose resplandeciente con su tiara de brillantes. Y se le acerca otra vieja puta y le dice: «Oh, Miggles, cómo eres de lista…, dejar las buenas en casa…, debemos estar locas para

andar tentando al destino.»

—Te equivocas, querida. Estas son las piedras buenas.

—Pero, Miggles, mi amor, estás loca… Pregúntale a tu joyero. Bueno, pregúntaselo a cualquiera. Ja ja ja.

O sea que convoca a toda prisa un aquelarre. (Lucy Bradshinkel, mira tus esmeraldas). Todas las brujas aquellas examinan sus piedras como un individuo que descubre síntomas de lepra.

—¡Mi rubí sangre de pichón!

—¡Mis opeloz neglos! —Vieja zorra casada tantas veces con tantos amarillos y tantos hispanos que confundes los acentos con los pedos…

—¡Mi zarifo imperial! —chilla una poule de luxe—. ¡Oh, qué espanto!

—¡Pero si parecen totalmente de Woolworth…!

—No hay más que una solución. Voy a llamar a la policía —dice un vejestorio valiente y decidido; y sale pisando fuerte con sus tacones bajos y llama a la bofia.

Total, que a la maricona joven le caen dos años; en la trena conoce a un elemento que es una especie de chulo barato y nace el amor o por lo menos un facsímil que deja a ambas partes convencidas de ello. Y como exige el guión, los sueltan casi a la vez y fijan su residencia en un piso del Lower East Side… Y cocinan en casa y los dos trabajan en cosas modestas pero legales… Y así Brad Y Jim son felices por primera vez.

“Entran fuerzas del mal… Lucy Bradshinkel viene a decir que todo está perdonado. Confía en Brad y quiere ponerle un estudio. Tendrá que cambiarse a la zona de las calles Sesenta Este, naturalmente… «Este sitio es imposible, querido, y tu amigo…» Y una gente conocida quiere a Jim para que lleve un coche. Es subir un peldaño, ¿entiendes? Que te lo ofrezcan unos individuos que apenas si te conocen de vista, quiero decir.

¿Volverá Jim a delinquir? ¿Sucumbirá Brad a los halagos de un vampiro envejecido, una loba voraz…? (…)

William S. Burroughs nació en 1914 en Kansas, Estados Unidos. Figura legendaria de la literatura norteamericana del siglo XX, fue amigo e ídolo de Jack Kerouac y Alen Ginsberg, y considerado como el gurú de la generación beat. Burroughs fue adicto a las drogas durante años, experiencia que se ve reflejada en sus escritos. Hijo de una familia acomodada, desde pequeño asumió su homosexualidad, y manifestó interés en las armas de fuego, se casó dos veces y tuvo un hijo con su segunda esposa Joan Vollmer Adams Burroughs. En su escritura experimentó con el collage narrativo, y problematizó las estructuras semánticas y sintácticas. Algunos de sus títulos son Yonqui, Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques (1953), escrita con Jack Kerouac, La máquina blanda (1961), El ticket que explotó (1962), Queer (1985), El metro blanco, Nova Express (1964), Los chicos salvajes (1971), Exterminador (1973), entre otras. El extracto aquí reproducido pertenece a la mítica novela El almuerzo desnudo (1959), llevada al cine por David Cronenberg, es una demostración más de su escritura crítica de las convenciones sociales, las religiones, la burocracia, el colonialismo, el ejército, así como un descenso al infierno de las drogas, y una denuncia de la sociedad actual, con una mirada desesperanzada. 


 “América”

De Aullido

Allen Ginsberg

Editorial Anagrama. Panorama de narrativas.

(…)

Me dirijo a ti.

¿Dejarás que tu vida emocional sea guiada por la Revista Time?

Estoy obsesionado con la Revista Time.

La leo todas las semanas.

Su portada se me queda mirando cada vez que me escabullo

por la confitería de la esquina.

La leo en el sótano de la Biblioteca Pública de Berkeley.

Está siempre hablándome sobre la responsabilidad. Los hombres de

negocios son serios. Los productores de películas

son serios. Todo el mundo es serio menos yo.

Se me ocurre que yo soy América.

Estoy hablando solo de nuevo.

Asia se está levantando contra mí.

No tengo las chances de un chino.

Mejor considero mis recursos nacionales.

Mis recursos nacionales consisten en dos porros de marihuana

millones de genitales una impublicable literatura privada

que vuela a 1.400 millas por hora y veinticinco mil instituciones mentales.

Nada digo sobre mis prisiones ni los millones que viven sin privilegios

en mis macetas bajo la luz de quinientos soles. (…)

Allen Ginsberg nació en Paterson, Nueva Jersey en 1926, en el seno de una familia judía y comunista. Conocido como uno de los protagonistas de la Generación Beat, junto con Jack Kerouac, Neal Cassady y William S. Burroughs, también participó del movimiento hippie en los años sesenta, fue militante contra el racismo, la guerra, los derechos civiles, el movimiento gay, el budismo y afín a los movimientos alternativos y experimentales con psicoactivos. Financió e impartió clases y seminarios de estudios budistas en la Naropa University de Colorado, participó de una gira con Bob Dylan, y debido a su militancia estuvo en la mira de gobiernos tanto en Estados Unidos, como en Cuba o Checoslovaquia y publicó numerosos títulos como Aullido y otros poemas (1956), Kaddish (1961), Reality sandwiches (1968), The fall of America (1973). Murió en Nueva York en 1997. El fragmento aquí reproducido pertenece al poema “América”.


¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!

De Hojas de hierba

Walt Whitman

Editorial Editors S.A.

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Terminó nuestro espantoso viaje,

el navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado el premio

codiciado,

ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas, ya el pueblo acude

gozoso, los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz;

mas, ¡oh, corazón, corazón, corazón!

¡Oh, las rojas botas sangrantes!

Ved, mi Capitán en la cubierta

yace frío y muerto.

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas;

levántate, para ti flamea la bandera, para ti suena el clarín,

para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas, para ti la multitud

se agolpa en la playa,

a ti te llama la masa móbil del pueblo, a ti vuelve sus rostros

anhelantes.

¡Ea, Capitán! ¡Padre querido!

¡Que tu cabeza descanse en mi brazo!

Esto es un sueño: en la cubierta

yace frío y muerto.

Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos e inmóbiles,

mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso, ni voluntad,

el navío ha anclado sano y salvo; su viaje, acabado y concluido,

del horrible viaje el navío victorioso llega con su trofeo;

¡Exultad, oh, playas, y sonad, oh, campanas!

Pero yo con pasos fúnebres,

recorro la cubierta donde mi Capitán

yace frío y muerto.

Walt Whitman nació en 1819 en West Hills, Long Island, Estados Unidos. Considerado el poeta norteamericano por excelencia, Whitman trabajó en su juventud como aprendiz en una imprenta, en un bufete de abogados, como maestro y en periódicos, llegando a publicar el Long-Islander en Huntington, entre 1838 y 1839, y también fue editor del Brooklyn Eagle. Fue enfermero voluntario durante la Guerra de Secesión, donde asistió a los soldados heridos en la ciudad de Washington. En 1855 Whitman publicó por primera vez Hojas de hierba, suscitando interés y críticas, a partir de doce poemas sin título. Whitman revisó, amplió y reeditó el libro a lo largo de toda su vida. Su obra ha sido profundamente estudiada y ha influenciado a numerosos escritores fundamentales del siglo XX. Considerado como uno de los fundadores de la poesía moderna y posmoderna, Whitman es reconocido por sus invenciones y neologismos, así como también por sus metáforas y el ritmo de su escritura, que transformaron la literatura norteamericana. Whitman murió en 1892, en la ciudad de Nueva York. El fragmento aquí reproducido pertenece al poema “¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!”.

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