Traición

Revista Número 9

Por NegroFiero

Dentro de poco menos de un año se cumplirán los 20 años de los que el tango habla. Y es verdad: siento que 20 años no es nada. Y es mentira, ¡ojalá las nieves del tiempo hubiesen plateado sólo mi sien!, pero no me voy a quejar, al menos todavía no me dejaron pelado.

Volver es un planteo constante desde el mismo día en que me subí al avión que me trajo a España en 2002. Pero también es una fantasía que, con cada año que pasa, se aleja más. Con cada año siento que soy un poco más español. No es de extrañar, 28 años en Argentina y 19 en España, y con la velocidad que al tiempo le ha dado por agarrar últimamente, en un suspiro habré vivido más tiempo fuera que dentro de Argentina.

Quizás es por esto también que me esfuerzo tanto en mantener el contacto en todo sentido. No únicamente con mi familia, sino con la realidad y el día a día de, sino de toda la Argentina, al menos de mi querida Ciudad de Buenos Aires, a la que aún me empeño en llamar Capital Federal.

La época ayuda, y mucho. Así como muchos de nuestros abuelos, españoles o italianos, cuando cruzaron el atlántico dejaron gente atrás a la que no volverían a ver y sólo contactarían por carta, los que emigramos en este siglo XXI tenemos la suerte de la tecnología, de poder hablar por WhatsApp, de poder conectarnos a Facebook o Instagram para ver las últimas fotos en el Tigre, la lluvia cayendo en Vicente López, los goles de Defensores de Belgrano, o cualquiera de las cosas que se acostumbra publicar. Y no vamos a olvidar que podemos acceder desde una PC, una tablet o un celular a todo contenido, sean diarios, radios o canales de TV. Sin ir más lejos, escribo esto sentado en mi casa mientras estoy escuchando FM Aspen.

Estas fabulosas posibilidades, que no pudieron disfrutar nuestros abuelos, tienen sin embargo un lado tóxico. No sólo estamos en contacto con la familia y con la realidad que decida reflejar el medio de información que se haya elegido, sino que muchas veces también se entra en contacto con otros argentinos, que nos son desconocidos, y con los que se interactúa en comentarios en noticias o en publicaciones de las redes sociales.

Así fue que me enteré que para muchos, los que vivimos en el extranjero no somos nada más que traidores. Cobardes miserables que abandonamos la lucha por el país con el sencillo y fácil acto de subir a un avión. Las circunstancias generales de la Argentina o las particulares de cada emigrado que determinaron aquel acto son irrelevantes. Me fui a España, así que más me vale mantener la boca cerrada sobre lo que pasa en Argentina. De nada sirve explicar que, excepto la conversación con un taxista, un cajero de supermercado o un mozo, tengo acceso a las mismas fuentes de realidad que cualquiera que se quedó. De nada sirve argumentar porque, sencillamente, somos traidores.

Y así, mientras el emigrante resulta rechazado por los que creía propios, se descubre también que, en el otro lado, se confunde tanto integración con asimilación, que acá hay muchos que no terminan de aceptarnos porque, y en mi caso lo reconozco, basta con escucharme hablar para notar claramente que soy argentino, ¡viste, che! Mantener mi acento, mi interés por mi país de nacimiento y percibirme irremediablemente argentino se asumen como una prueba de que no estoy integrado. Lo que no estoy es asimilado, pero, en todo caso, para quienes piensan así no soy, ni seré nunca español.

Entonces no se es argentino y no se es español. No importan las circunstancias generales ni particulares de una emigración, así como no importan las señas de identidad a las que no se puede renunciar sin renunciar a ser quienes somos, sólo importa nada más que dos aspectos básicos: nos fuimos y tenemos acento.

Esta situación me recuerda a lo que vivió un personaje de nuestro pasado americano. Un personaje que también pasó de un contexto a otro, perdiéndolo todo, siendo rechazado por todos y llevando hoy sobre su recuerdo la condena por traición.

En la historia de España no hay posiblemente ningún personaje de la talla de Hernán Cortés. Su genio militar, diplomático y estratégico lo equipara, guste o no, con Alejandro Magno, con Julio César o con Napoleón. Sin embargo, fue un conquistador, y esa es una figura que en este moderno y correcto siglo XXI es mejor no elogiar. Sin embargo, los logros de Hernán Cortés son tan impresionantemente imposibles de haberse conseguido que, más pronto que tarde, su figura ocupará el lugar que la historia ya le reservó.

Nacido en 1485 en Medellín, Badajoz, nuestro extremeño conquistador era hijo de una familia que según describe Francisco López de Gomara, era de “poca riqueza, pero de mucho honor”. Será apenas un niño cuando en 1492 Colón zarpe en el viaje que definitivamente agrandará al mundo, trayendo uno nuevo a Europa, con sus oportunidades y riquezas, y llevando Europa a esa tierra, para desolación de las civilizaciones que ahí se desarrollaban.

No va a pasar mucho tiempo hasta que los asombrosos relatos de esa nueva tierra lleguen a oídos de Hernán Cortés y comience a fantasear con encontrar él también su destino al otro lado del Atlántico. Con 19 años embarcará finalmente en el viaje que le dará sentido a su vida, y su lugar en la posteridad.

Se instaló en La Española, isla donde ahora están Haití y la República Dominicana, y durante un breve período fue poco más que un granjero, pero esa no era la gloria y vida que el extremeño había soñado, así que en cuanto tuvo oportunidad, partió en una expedición de descubrimiento, o de conquista. Antes de esto, tuvo tiempo para comprometerse con Catalina Suárez Marcayda, española que habría llegado a Cuba en 1511, donde su padre tenía tierras que explotaba mediante la encomienda, que básicamente era un sistema de trabajo casi esclavo de los nativos, a cambio de cosas tan importantes como aprender el idioma castellano, o la fe cristiana.

En noviembre de 1518, Cortés partió en su expedición a México, pasando varias vicisitudes que no vienen al caso ahora, contando tan sólo con 11 barcos donde llevaba 100 marineros, 508 soldados, 16 caballos, 10 cañones de bronce, 4 falconetes[i] y 13 trabucos[ii]. El resto del equipamiento estaba formado por ballestas, espadas y lanzas. Con tan escueto ejército Hernán Cortés va a doblegar a la civilización más avanzada, organizada y militarista de América del Norte, que ya había impuesto su poder sobre casi todos los pueblos de la zona, y que estaba amparada por el poderío de sus cientos de miles de violentos guerreros.

Ninguna gran hazaña se puede lograr sin la ayuda de la suerte y, en el caso de Cortés, la suerte tuvo dos nombres, el primero fue Jerónimo de Aguilar, un español que había naufragado 8 años antes y que luego de haber vivido con los nativos tabascos, había aprendido a hablar el idioma maya, por lo que se convirtió inmediatamente en el primer intérprete de Cortés. El segundo nombre, y la principal razón de la victoria de Cortés, fue Doña Marina, también llamada Malinalli, Malintzin o Malinche. Malinche era de origen náhuatl, pero había crecido entre tabascos, por lo que hablaba el idioma de los aztecas y también el maya, que a su vez Jerónimo de Aguilar podía traducir al castellano.

Esta ayuda de la suerte permitió a Cortés comunicarse tanto con los aztecas como con otros pueblos de origen náhuatl, tales como los tlaxcaltecas, así como con los pueblos de origen maya. Con sus dos intérpretes Cortés fue hilvanando una serie de alianzas con aquellos sometidos o enemigos de los aztecas, mientras mantenía conversaciones amistosas con estos últimos, explotando otra gran ayuda de la suerte: la creencia de que los españoles eran enviados o descendientes de Quetzalcóatl, la principal divinidad del panteón mexica. Algunas de las representaciones del dios lo mostraban como un hombre con barba. La barba no es común entre los nativos americanos, pero era habitual entre los españoles en plena conquista. Este simple hecho, esta equiparación de la barba española con las representaciones barbadas de Quetzalcóatl, impidió a Moctezuma, líder azteca, evaluar correctamente las intenciones de Cortés, lo que facilitó a este último seguir avanzando hacia Tenochtitlan sin un enfrentamiento directo con el poder azteca.

Los pormenores de la conquista no son el motivo de estas líneas. Lo definitivo es la derrota azteca y la implantación del dominio español. Las diferentes alianzas que Cortés forjó le permitieron obtener abastos, pero también dieron a su minúsculo ejército el invaluable aporte de miles de tropas auxiliares. Nada de todo esto habría sido posible sin la dedicación de Malinche.

Doña Marina, o Malinche, llegó a Cortés como “regalo”. El 25 de marzo de 1519 se libró la primera batalla importante de la Conquista, entre los españoles de Cortés y los nativos tabascos. La presencia de 16 jinetes fue, ante los ojos de quienes nunca habían visto un caballo, tan pavorosa que muchos guerreros tabascos huyeron presos del pánico. Más de 800 perdieron la vida, mientras que Cortés sólo lamentó la pérdida de dos de los suyos. Luego de esta batalla Cortés comenzó negociaciones de paz con tal astucia y capacidad que pronto los tabascos dejaron de lado su hostilidad y comenzaron a proveer de alimentos y oro. Además, regalaron a los españoles con 20 jóvenes y bellas nativas, para felicidad de los oficiales que podrían disfrutar de semejante obsequio. Entre ellas se encontraba Malinche. Cortés premió a otro extremeño, Alonso Hernández Portocarrero, otorgándole a Malinche, de quien Bernal Díaz del Castillo dijo:

Y luego se bautizaron, y se puso por nombre doña Marina aquella india e señora que allí nos dieron; y verdaderamente era gran cacica e hija de grandes caciques y señora de vasallos, y bien se le parescía en su persona… y Cortés las repartió a cada capitán la suya. Y a esta doña Marina, como era de buen parescer y entremetida y desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero.”

Al poco de asignarla a Portocarrero, cuando éste fue enviado a España con un mensaje para el rey, Malinche pasó a estar con Cortés. El conocimiento de los idiomas y los consejos sobre costumbres sociales y militares que Malinche dio a Cortés fueron determinantes para que se lograse la conquista, y el 13 de agosto de 1521, Tenochtitlán es finalmente conquistada, marcando el fin del Imperio azteca.

Luego de la victoria, Hernán Cortés mandó traer a su prometida, Catalina Suárez, a México, y en agosto de 1522 la instaló con él en Coyoacán, donde también mandó levantar una casa para Malinche, quien, en 1522, 23 o 24, parió a Martín Cortés, “el mestizo”.

El 1 de noviembre de 1522 en la residencia de Cortés en Coyoacán, durante una celebración, Hernán Cortés y su esposa Catalina Suárez tuvieron una agria discusión donde ella le recriminaba que estuviese constantemente cortejando a otras mujeres. En la disputa, Cortés señaló el bajo origen de Catalina, por lo que ella se recluyó en la habitación, mientras que Cortés dio por finalizada la fiesta, despidió a los invitados, y fue también a la habitación. Horas después, Cortés dio la voz de alarma: su mujer estaba muerta. Si bien hubo testigos que hablaron de indicios de estrangulamiento, y se acusó a Cortés de asesinar a su esposa, la acusación penal fue finalmente desestimada.

Mientras tanto Malinche, Doña Marina, que dará a Cortés su primer hijo, no verá recompensada su devoción por el conquistador y, finalmente, se casará con un hidalgo, Juan Jaramillo, con quien tendrá una hija. Seguirá ayudando a Cortés en condición de intérprete y consejera durante una rebelión en Honduras, y su rastro en la historia se pierde poco después. Se la supone muerta de viruela en una epidemia desatada entre 1528 y 1529, aunque hay quien sostiene que hay indicios de que vivió al menos hasta 1550.

En el México moderno, la figura de Malinche es, cuanto menos, controversial. Se la señala como traidora, ya que su ayuda posibilitó la conquista. Esta visión elude los aspectos particulares de la vida de Malinche. Hija de nobles de un pueblo llamado Copainalá, a los pocos años pierde a su padre y, cuando su madre vuelve a casarse y tiene un hijo, su padrastro se deshace de ella, vendiéndola como esclava. Luego fue entregada como tributo al cacique de los tabascos, quien a su vez la regaló como objeto sexual a los españoles. ¿A qué pueblo, familia o cultura traicionó Malinche entonces? ¿Qué fidelidad debía mantener quien así había sido tratada por su propia gente? La Conquista de América era inevitable en 1520. Si no hubiese sido Cortés, cualquier otro español, liderando ejércitos mayores, habría doblegado finalmente la resistencia nativa, así que Malinche habrá ayudado a Cortés, pero no es la responsable del fin del Imperio azteca.

Malinche, maltratada por los suyos, eligió asistir a Cortés, quien pese a todo la trató mejor que lo que la trató su madre, o el cacique tabasco. Pero nunca fue su esposa, y nunca dejó de ser para los españoles apenas una “india”. No era parte de ninguno de los dos mundos, ni del nuevo, ni del viejo. O, quizás, fue la primera que, de alguna manera, fue parte de los dos.

Mientras tanto yo, que ya estoy con la frente marchita y las nieves del tiempo me platearon toda la cabeza, cada vez me siento más cercano a España sin dejar de sentirme argentino, y todo esto pese a que a algunos les parezca que lo argentino se pierde con cruzar la frontera, y lo español sólo se gana falseando el acento.

 


[i] Los falconetes son antiguas piezas de artillería de gran longitud y cuyo calibre oscilaba entre 5 y 7 centímetros. Se creó en el siglo XIV y formaba parte de la llamada artillería menuda.

[ii] El trabuco es un arma de fuego de avancarga, de grueso calibre, con un cañón corto y usualmente acampanado. Es un predecesor de la escopeta, adaptado para servicio militar y defensivo.

 

 

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