La mujer del tanque de agua

Revista Número 10

Por Daniel Escolar

Hay una vecina que sube por las noches a la terraza que hay junto a mi departamento, acá, en el décimo piso, trepa por la escalera de metal que lleva al techo y se mete en el tanque de agua del edificio a nadar. No sé cómo hace para abrir la tapa que cierra la puerta de inspección del tanque, es una tapa pesadísima que compró el consorcio hace poco para reemplazar la vieja tapa de hierro que ya estaba toda podrida; la trajeron dos tipos forzudos, de esos no muy grandes ni musculosos en los que uno enseguida ve la fuerza que tienen por la forma de pararse frente a las cosas pesadas que están por levantar (los que suben pianos por las escaleras de los edificios, por ejemplo). Los tipos hicieron un aparejo con sogas de mudanza y uno tiraba de la tapa desde arriba de la escalera y el otro empujaba desde abajo y, aunque ellos la movían con facilidad, se veía que era una tapa pesadísima como para que una mujer sola pueda abrirla. Pero ella sube al techo, la corre a un costado casi sin hacer ruido y nada durante horas en el agua limpia y repleta de cloro del tanque del edificio. Desde mi dormitorio, que está justo debajo del tanque, la escucho bracear con movimientos de pez, y sé que es una mujer por la blandura que tiene para deslizarse por el agua, esa forma curva de nadar y, sobre todo, por el sabor ligeramente salado que queda en el agua de las canillas por la mañana. Lo único que conozco de ella son sus huellas húmedas sobre las baldosas, marcas leves como el rocío que, como el rocío, no se evaporan hasta que el sol está bien alto calentando la ciudad. Son su único rastro: huellas pequeñas de dedos redondeados y livianos, señales furtivas de una nadadora empedernida; el resto son puros sonidos nocturnos: el susurro de la tapa de hormigón que se corre sobre el techo, el cuerpo que se sumerge y gira dentro del tanque, las piernas que se flexionan, los pies que empujan contra el fondo, la boca que sale a respirar, el aire que entra y sale de sus pulmones. Salgo a la terraza a buscarla, pero el miedo a la altura no me permite subir al techo y mirar dentro del tanque, esa escalera de metal adosada a la pared tan cerca del borde es para mí como un imán hacia el precipicio; lo único que puedo hacer es sentarme en la reposera de plástico que tengo en la terraza y esperar que baje. Al principio la escuchaba nadar desde la cama, las ventanas abiertas, la brisa como un susurro, pero un día me levanté y salí sigiloso a la terraza. La noche estaba calurosa y llena de estrellas, las luces de los edificios titilaban allá abajo, me paré lo más lejos que pude de la escalera para mirar, pero la pared no me dejaba ver, la entrada al tanque quedaba oculta en la oscuridad. Y los ruidos habían desaparecido, era como si ella me hubiera visto y dejado de nadar. Estuve un rato inmóvil mirando hacia arriba, como si al no moverme ni respirar pudiera convertirme en una parte más de la terraza, una maceta, un cable; y así, inmóvil, me la imaginaba a ella tan quieta como yo, una parte del tanque de agua, el agua misma del tanque. Enseguida me empezó a doler el cuello (ya estoy grande para estar mucho rato mirando hacia arriba), me dio sueño y me volví a la cama a dormir. No sé qué hubiera hecho si ella aparecía en esa terraza, si nos encontrábamos en plena noche, yo en pijama, ella bajando desnuda por la escalera (las mujeres que nadan en los tanques de agua de los edificios por las noches, lo hacen siempre desnudas); pero no nos encontramos. Ni esa ni ninguna otra vez, y eso que ya llevo bastante tiempo durmiendo en la terraza; voy con una manta para no pasar frío y me quedo dormido sentado en la reposera; me despierta el sol en los ojos, el ruido de los colectivos de la avenida, la mañana que borra todo. Lo único que queda de ella en esa luz excesiva, son sus huellas húmedas sobre las baldosas, una hilera de pasitos cortos que van desde la escalera hasta la puerta que da al palier. Supongo que ella debe verme bien desde ahí arriba, sentado en la reposera, con la manta sobre las piernas como Michael Corleone en el final de El padrino III; debe tener un montón de lugares desde los que mirarme y esperar a que me vaya o me quede dormido antes de bajar. No sé quién podrá ser, en mi edificio son todas personas mayores o familias con chicos, hay un médico y un abogado, pero ninguna mujer como esa, con esos pies. Ya llevo dos meses escuchándola; viene todas las noches a nadar, incluso las noches de tormenta, erizadas de rayos y lluvia; esas noches la escucho ir y venir más rápido dentro del tanque, como un pez atrapado en una pecera de hormigón; los truenos retumban en las paredes de cemento y el agujero de la tapa, allá arriba, explota de relámpagos; yo me tapo con las sábanas y espero que no se resbale al salir, que se agarre bien de la escalera, que no mire para abajo, que la luz de los rayos no la encandile al bajar, que no se lastime, que no se caiga, que no deje de venir.

Ayer me desperté en la terraza con la boca seca y los ojos hinchados, la manta se había caído al piso y tenía frío. Era como si hubiera pasado una noche muy larga, una noche de varias noches y días seguidos, como si hubiera dormido años y me estuviera despertando mucho más viejo. El sol subía caliente en el horizonte, el frío que sentía parecía venir desde adentro mío, me dolían las articulaciones; cuando por fin pude abrir bien los ojos, el mundo se me apareció borroso, el ruido de la avenida llegaba de lejos, la luz era muy blanca. Me costó levantarme de la reposera, los huesos que llevo dentro, mirar alrededor, de a poco empezar a ver: las paredes bajas de la terraza, la bruma sobre la ciudad, el sol en el horizonte, el perfil de los edificios, la reposera blanca y vacía parada a mi lado, la escalera de metal brillante, las huellas de los pies descalzos que se acercaban cautelosos sobre las baldosas, el círculo de agua alrededor de la reposera, la marca húmeda de su boca en mi mejilla. Recién después, mucho después, vi sobre las baldosas los pasos que se alejaban hacia la puerta del palier, el brillo de la luna en sus ojos, la puerta que se abría y se cerraba en silencio por última vez.

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