Los árboles

Revista Número 11

Por Daniel Escolar

Hace unos días murió la madre de mi socio. Tenía noventa y seis años. Mi socio, que además de mi socio es mi amigo, no quiso que nos viéramos ni habláramos hasta hoy. Me llamó por teléfono a la mañana y hablamos largo y tendido, me contó cada detalle de lo que había pasado, cómo había sido. Los trámites de la muerte en épocas tristes. El cementerio estaba vacío y lleno a la vez. Los coches fúnebres hacían cola para entrar. Una cola de autos negros con cajones que llegaba hasta la administración, seguía hacia la capilla y de ahí a las tumbas. Los coches negros entraban por una puerta y salían por la otra como en una calesita. No había voces, ni llantos, ni abrazos. La gente llora más cuando se encuentra con otra gente, cuando se abraza con los demás. De todo lo que me contó, lo más extraño fue la historia de los cajones haciendo fila para recibir al cura en la puerta de la capilla del cementerio, una fila larga de cajones esperando para ser despedidos. En un par de minutos el cura los despedía en la puerta de la capilla y los cajones seguían de largo hacia unas tumbas abiertas en la tierra donde antes había habido árboles. “Los cortaron para hacer lugar”, dijo mi socio, y parecía que eso le doliera más que la muerte. Tumbas iguales, tierra fresca, cruces. “Mañana me dan las cenizas”, dijo antes de cortar, y yo me quedé pensando en los árboles que habían cortado para cavar tumbas. Y en mi viejo. Mi viejo siempre regaba sus árboles. Decía que los árboles crecen mucho cuando se los riega. Cuando compró su quinta en el borde de la ciudad, allí donde en esa época terminaban las casas y empezaba el campo, ya eran árboles enormes; yo creía que esos árboles, como todos los árboles ya grandes, crecían apenas y lentamente a lo largo de varias vidas de las nuestras, que nunca los veríamos realmente crecer, pero él los regaba todos los días y los árboles crecían una barbaridad. A mí me costaba creer que el agua que salía como un hilito de aquella manguera finita y larguísima que mi padre hacía llegar hasta los lugares más remotos del jardín, se transformara, por obra de la fotosíntesis que me habían enseñado en la escuela, en esas ramas y troncos cada vez más grandes y fuertes, en esas hojas verdes y poderosas. Con el riego, los árboles crecieron y taparon el parque con sus ramas y un día no se vio más el campo de un lado ni las casas del otro. No se veían el cielo, ni el sol, ni las estrellas. El pasto había desaparecido bajo la sombra del follaje, lo mismo las flores de los canteros y los arbustos alrededor de la casa. El agua de la pileta estaba siempre llena de hojas y nadie se bañaba. La casa se había vuelto fría y oscura. Mi padre se resistía bastante a podarlos, quería seguir viéndolos crecer, participar activamente en ese crecimiento desmedido. Pero un día leyó por ahí (mi viejo era un gran lector) que los árboles crecían con más fuerza si se los podaba, que la poda los curaba y aceleraba el posterior crecimiento. Entonces empezó a podarlos: reemplazó la manguera por una tijera de podar alemana que venía con un mango larguísimo y un filo especial para cortar las ramas sin lastimarlas; iba árbol por árbol eligiendo qué cortar. Empezó con las ramas secas de las puntas, siguió con las que tenían pocas hojas o parecían más débiles y terminó cortando todas para emparejar, y cuando llegó a las ramas más gruesas y la tijera ya no pudo cortar más, se compró un serrucho y después una sierra eléctrica y le pidió al casero que cortara por él. Le iba indicando por dónde tenía que cortar y siempre quería más. Las copas desaparecieron y las ramas formaron en medio del campo una enorme montaña que siempre estaba ardiendo; por las noches quemaban lo que se cortaba durante el día, pero nunca alcanzaba: el fuego era más débil que la sierra y las ganas de cortar de mi papá. Un día no hubo más ramas para cortar, sólo troncos pelados. Se veía otra vez el cielo y el campo detrás. El sol quemaba la tierra en la que empezaban a crecer otra vez el pasto y las flores, la casa resplandecía en el calor, el agua de la pileta estaba limpia y transparente. Entonces mi papá guardó la tijera, el serrucho y la sierra y empezó a regar de nuevo; y yo pensé que todo, absolutamente todo lo que había en el mundo, era una grandísima boludez. Fue el primer pensamiento profundo que tuve, la primera revelación. Y ahora que ya estoy grandecito y mi papá murió hace un montón de años y vaya a saber qué pasó con aquellos árboles (sospecho que deben estar más o menos igual que el día que mi padre vendió la quinta y dejó de regarlos), sigo pensando lo mismo: todo es una boludez. Es posible que durante unos cuantos años me haya olvidado del tamaño de esa boludez (de su densidad e inmutabilidad) y en un estado efervescente de entusiasmo e inconsciencia me haya dedicado a cosas tan disparatadas como estudiar piano, escribir cuentos y novelas, enamorarme para siempre una y otra vez, tener hijos. Pero en esta época de encierros y salidas fugaces, lo habitual para mí es la fría lucidez del todo y su increíble tontería: la luna llena cada veintiocho días, los pájaros volando en círculos entre los edificios, los cajones que entran y salen de los cementerios como en una calesita, la vida según el ritmo de lo que no elegimos. Aun así, y no sé por qué, cada tanto me da por desenroscar la manguera que usaba mi padre para regar sus árboles, y el chorro de agua finita que sale por la punta de goma me lleva sin paradas al piano y, mientras toco las mismas obras de siempre, algo delicado se rompe ahí donde debería respirar; o a veces me despierto del sueño con el recuerdo fugaz de una mano, unos ojos, las mismas ganas terribles de siempre; o, tal como me pasa ahora mismo, me siento frente al paisaje de mis ventanales, abro la computadora y escribo (y es como si mi vida entera dependiera de escribirlo) que hace unos días, a los noventa y seis años, murió la mamá de mi socio; mi socio que, además de mi socio, es mi amigo.  

  

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