La mula

Revista Número 14

Rodrigo A Peralta

 

—Bruno, vení, pasá.

—¿Marquitos, todo tranca?

—¿Lo conseguiste?

—Sí. Vení, pongámoslo en la mesa. Acá, apoyale esto en la punta así no se cierra.

—¿Este es el mapa que usaba tu tío?

—Sí. Es viejo, pero sirve. Esta parte verde de acá, es el barrio. Esto es el arroyo. Este pedazo, cerca de la autopista, está entubado, pero sale de vuelta acá, en esta marca.

—¿Y la yuta?

—Acá y acá, en las dos entradas del barrio. También hay unos milicos acá, en estas cruces rojas.

—Bien… ¿Pensaste en algo?

—Nada. ¿Vos?

—Cero…

—El problema no es sacar la merca del country, es meterla en el barrio sin que la pispeen los rati.

—¿Y si les tiramos un mango?

—Olvidate. Yo no tengo un cobre.

—Yo tampoco. Está el plan del Jony…

—Con eso no alcanza. Estos facturan alto, son gatos finos.

—Ya sé, la ponemos en el arroyo y la pescamos a la salida.

—Estás mal, ¿no? Mirá si no sale, o si se moja. No, Marcos, olvidate. Alcides nos lincha. Nos cuelga del poste de la canchita para que nos morfen los teros.

—Pero si la envolvemos bien…

—Que no, pascual, pensá otra cosa.

—Pensá vos también, che.

—Ya sé: lo llevamos al Jony y le metemos la frula en el pañal.

—Y Lucre nos mata, Bruno.

—¿En una pelota?

—¿Cómo?

—La descocemos y la metemos adentro.

—¿Entrará en una sola?

—No sé, de última la metemos en varias. La entramos pateando, despacito.

—¿Te imaginás? Se rompe y empieza a salirse todo.

—¡La cabeceamos con la nariz!

—Va a ser un partido duro…

—La pelota del Diez.

—Che, che, respeto… tomátela con calma.

Lucre corre la cortina que hace de separación entre la pieza y el comedor y se asoma.

—A ver si la cortan, tarados.

—Hola, Lucre, ¿cómo estás?

—Cansada de escucharlos. Parecen dos giles con tanta pavada. Marcos, cuidame al Jony.

—¿A dónde vas así, tan empilchada?

—Quete, Marcos. Vos cuidame al nene, y saquen ese mapa roñoso de mi mesa, ¿estamos?

—Estamos, estamos.

—Chau, Lucre.

—Menos mal que no escuchó tu idea del pañal de Jony.

—¿Por qué tan mala onda?

—Yo qué sé. Está así desde el otro día. Se lo está tomando muy en serio.

—Está bien, gil. Si la pegamos, sabés como nos vamos para arriba, ¿no?

—Pegamos alto billete y largamos la mortadela.

—La mortadela no se deja, Marquitos. ¿Qué decís? ¿Fasito?

—Dale.

—Tomá, metele mecha.

—A ver, dame… Mmm… Está mejor que el de la otra vez.

—Sí. Le cambié la netbook al transa por unas flores.

—¿Tiraste la compu?

—La mía no, la de algún gil.

—¿Hace cuanto que estás en toda esta joda vos?

—¿Con los Benito?

—Sí, con ellos, y sin ellos también. Siempre anduviste en alguna, bien vestido, con un buen celu, las llantas siempre nuevas.

—Las llantas me las traía mi tío, cuando pirateaba.

—¿Era pirata? No sabía.

—Sí, arrancó en los noventa. Pero ya largó. Mucho tiro, poca lana.

—¿Y vos?

—No sé, gato, no me acuerdo. Cuando largué la escuela, por ahí.

—¿Y te gusta?

—No… sí… Te acostumbrás. Cuando falta el mango en casa, hacés lo que sea. Capaz te cuesta al principio, pero es eso o nada.

—¿Alguna vez mataste?

—¿Qué? No… olvidate, en mi vida toqué un fierro. Eso te lo dejo a vos.

—Fue un accidente eso.

—Lo que sea, pero estuvo bien. Tomá, dale otra seca.

—Gracias.

—Ese tiro te dio una oportunidad. Mirá cómo estamos ahora: a punto de dar un salto.

—O meternos en la mierda hasta el fondo.

—Dale, fiera, ponele onda.

—Si ni sabemos cómo pasar la merca, Bruno, ¿qué onda querés que le ponga?

—Pensé que íbamos a hacer la de las pelotas.

—¿Posta? Es malísima esa idea.

—Claro, porque tirarla al agua es mejor.

—Bueno, fue lo primero que se me ocurrió. Capaz si la metemos en una de esas cunitas de madera y la tapamos bien con bolsas.

—Que no, che. No sigas.

—Ok, ok.

—Me acabo de acordar.

—De qué.

—De la Betty.

—¿La del kiosco?

—No, la hija del carnicero.

—No la ubico.

—Sí, gil, la que tiene el pelo morocho, todo enrulado, con un tatuaje de los Stones en el hombro y otro del Tiki arriba de la teta.

—Ahhh… sí… La Betty. ¿Qué pasó con esa?

—Mi jermu me dijo de que estuvo preguntando por vos.

—¿Qué preguntó?

—Si tenías algún filito o si andabas con alguna.

—¿Posta?

—Posta.

—¿Me tendrá ganas?

—Ojalá papá, sabes la fiesta que te armás ahí, ¿no?

—¿No tenía un pibe?

—Qué sé yo. De última te volvés un papá garrón.

La puerta de calle se abre y aparece una figura oscura recortada por la luz exterior. Es Lucre.

—Che, tarados, si van a fumanchear en casa, abran las ventanas. No se puede estar acá.

—Uy, Lucre, sí, perdón, perdón.

—¿Ya volviste? Qué rápido.

—Pasaron dos horas, colgados. ¿El Jony?

—Duerme.

—Escuchen, hablé con Alcides. Mañana buscamos eso.

—¿Y cómo la vamos a pasar?

—Por la puerta.

—¿Y la yuta?

—Ya arreglé todo, tranquilos. Bruno, Pedile la chata a tu tío.

—¿Qué hiciste, Lucre?

—Nada, fui a la casa del comisario y lo arreglamos.

—¿Cómo?

—Quete. Me voy a bañar.

—Bruno.

—¿Qué pasa Marquitos?

—¿Vos sabés quién es el padre del Jony?

—Preguntale a tu hermana.

—No quiere contar.

—Bueno, entonces yo tampoco.

—Pero, ¿sabés o no sabés?

—Sé, Marquitos, sé. Pero si ella no te dice, y te digo yo, me mata.

—Me podrías decir igual, che… Somos amigos.

—Hay cosas que no se dicen, Marquitos, ni se preguntan. Ahora pasame el mapa, que se lo llevo a mi tío.

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