El pan de las palomas

Revista Número 15

Silvia Appugliese

Habíamos quedado con papá en encontrarnos cerca de las boleterías de la estación, hacía bastante que no lo veía. Llegué y miré hacia Federico Lacroze, después hacia Guzmán; sabía que igual él iba a verme primero, pronto escuché su voz que me llamaba de atrás. Me di vuelta y me abrazó fuerte, yo también lo abracé. Sentí su nuca fría, la tela áspera de su campera. Bajé los brazos antes que él, de a poco, para que no se diera cuenta de que me incomodaba. Acomodé la cartera con los apuntes de la facultad, él volvió a calzarse la vieja carterita negra bajo el brazo. Me alivió que hubiera poca gente en la estación, solamente una mujer se detuvo un instante a mirarnos, después siguió su paso hacia el andén.

—¿Cómo estás papá?

—Y acá, juntando moneditas —dijo él y miró hacia afuera. Hacía ocho años que había perdido el trabajo y seguia revisando las cunetas.

—¿Querés tomar el tren? —me preguntó.

—¿El tren adónde?

—El tren adónde. Es verdad —sonrió, me dio unas palmaditas en la cara—. También podemos caminar.

Fuimos hacia la salida de Guzmán caminando lento por la estación. Crucé el hall central recordándolo como era antes, cuando la boca del subte no estaba, ni los comercios, pero estaban las boleterías de cemento y los baños como cuevas, los mismos baños que seguían estando ahora, al costado de la estación. Salimos y caminamos sin rumbo. Enfrente estaba el cementerio.

—Si querés entramos —le dije, sabía que le gustaría. Yo nunca había entrado.

Me pasó el brazo por el hombro y cruzamos en dirección a la puerta principal. Antes de entrar miré el largo paredón y busqué la mancha pero todo eso había sido pintado. Era una mancha de cemento, aunque de chica no podía saberlo. Se veía desde la ventanilla del tren, ni bien empezaba el recorrido. “La casa de los muertos”, decía papá, sentado a mi lado en el tren, cuando se daba cuenta de que yo miraba hacia allá. “No tenés que tener miedo porque ahí no puede pasarte nada”. Después, para distraerme, se fijaba si estaba cerca el vendedor de golosinas. Se levantaba, lo llamaba. Y habrá dado resultado la técnica de él, porque lo que más recuerdo de aquellos viajes en tren es eso: papá levantándose, muy alto, los músculos contraídos debajo de la camisa, y las mujeres que se daban vuelta para verlo mientras él volvía, sin percatarse, a mi lado.

—¿Querés que te cuente la historia de este billete? —dijo ya adentro del cementerio, con un billete de veinte pesos en la mano—. Lo encontré en Santa Fe y Uriburu. Yo estaba por cruzar Santa Fe, en esa esquina que hay una confitería con helechos, y al lado del semáforo, ¿qué veo? Una caja de zapatos. Me hago de unos zapatos o unas zapatillas, me dije, pero no, ¿sabés lo que había en la caja? —Papá paró de caminar, a la expectativa de una respuesta. Sonreía esforzándose por no abrir la boca, yo me daba cuenta y lo miraba a los ojos, no a la boca, no a la falta de dientes. Siempre fue una persona tímida, papá.

—¡El billete de veinte! —dijo él—. Estaba enganchado en el borde de la caja.

Abrió el bolsillo de la camisa, sacó una moneda.

—Ésta, de un peso, estaba en el cruce de las vías del San Martín. Primero creí que era un botón, porque estaba llena de tierra, pero tenía el bordecito plateado, viste el bordecito éste, que brillaba —papá me acercó la moneda para que pudiera verla. Después la guardó, revisó adentro de la carterita negra—. También encontré estas hebillas. Son una porquería, ¿no? —Amagué agarrarlas pero él ya las estaba guardando y había retomado la marcha, la mirada fija en algún punto del horizonte, se notaba que conocía el cementerio de memoria. Había elegido un camino tranquilo, largo y en perspectiva hacia arriba. A los lados teníamos bóvedas. Era parecido al jardín oscuro que muchos años atrás cruzábamos por la noche para acortar camino. En aquel tiempo era una nena y bastaba con cerrar los ojos y dejarme llevar de la mano de él hasta la puerta de hierro, que era la salida del jardín. Lo miré. Tal vez él también pensaba en lo mismo: un momento del pasado en el que él había sido todo para mí. Sin querer empecé a caminar más lento. Él me sacó la cartera, pesada por los apuntes, y se la cargó al hombro. Doblamos por una calle con árboles, por una vereda angosta.

—Acá abajo está lleno de tumbas —dijo—. ¿Ves esas escaleritas? Son las que te llevan para abajo. —Miré hacia donde él decía, las barandas negras descendían.

—Y no hay uno solo. Son varios los sótanos. Son cinco o seis pisos, y cada vez hacen más. —No atinamos a acercarnos, pronto la escalera quedó atrás.

—Tenés miedo —dijo él. Yo le dije que no—. ¿Seguro?

—Es solitario, pero no tengo miedo —dije, él ya me había sacado de esa parte y me llevó hacia un claro de luz. Ahora caminábamos bajo el sol, el calor era agradable en la ropa de invierno. Papá me llevaba en dirección a la plaza del cementerio. Desde que había quedado desempleado iba todos los días, de camino al cementerio recogía el pan que les sobraba a las panaderías y se lo llevaba a las palomas. A veces iba por la mañana y por la tarde volvía a ir. Me había hablado mucho de esa plaza. Distinguí primero los bancos de cemento, el cuadrado de pasto en el medio. Después escuché a las palomas, su murmullo en el silencio del cementerio. Papá señaló un lugar y nos sentamos. Sacó la bolsa de pan, hizo miguitas y las tiró cerca de nosotros. Ya no hablaba conmigo, ahora hablaba con ellas. Las llamaba por los nombres de pila, los nombres que él les había puesto. Lo miré. El cuerpo flaco, encorvado hacia adelante para darles de comer. Todavía se le notaba la fuerza en los brazos, las piernas perfectas. Había una piedra en el banco y me encontré apretándola, deseando absurdamente tirársela a las palomas. Ellas se acercaban sin miedo. Una intentaba subirse a mis zapatos, se patinaba y caía encima de las otras, y otra vez volvía a intentarlo. Solté la piedra. Algunas palomas volaron y después volvieron. Siempre vuelven. Papá me señaló una.

—Tiene esa manchita negra en la cabeza —me mostró. La paloma se había acercado y comía de la mano de él—. ¿Sabés cuántas especies de aves hay en el cementerio? Contá: palomas domésticas, palomas picazuro, palomas torcaza, torcacita, músicos, benteveo, hornero, calandria, zorzal colorado, renegrido, chingolos, pica buey, cotorras, gorriones.

Desde donde estábamos se podía escuchar la música de los pájaros. Venía de los árboles. Cada tanto una rama chocaba con otra y asomaba un aleteo en la vegetación. Papá seguía con la vista el recorrido de las palomas sobre las baldosas. En un momento les dijo mi nombre.

—Esta es Sofi —dijo. Después se dirigió a mí—. Podrías venir a visitarme más seguido, ¿no hija? No es un reproche.

—Se me fueron volando estas semanas —dije.

—A mí no —dijo él—. A mí el tiempo me pasa lentamente.

Pensé que un día podíamos volver a tomar el tren pero no dije nada, por miedo a arrepentirme. Me había levantado y había dado unos pasos hacia el jardín. Papá, igual que yo, miraba las flores.

—A tu madre siempre le gustaron esas —papá las señaló.

—Como globos azules —dije, y sentí a mis espaldas que algo le había causado gracia.

—Tomá —me dijo. Me di vuelta, él había extendido el brazo y tenía algo para mí. Era la alianza.

—¿Por qué me la das?

—Ya no puedo usarla —movió los dedos hinchados por la artrosis.

—Pero papá.

—Mejor guardala vos.

—Tenés que ir al médico —le dije.

—Vení, sentate —dijo él—. Te quiero decir algo.

Me senté otra vez a su lado. Papá prendió un cigarrillo, me puso una mano en la rodilla.

—Guardé plata para vos —pensé en la bolsita de monedas que él me preparaba siempre para el colectivo, pero papá no abrió la cartera—. La indemnización y todo lo que pude ahorrar —dijo—. Hay una cuenta en el banco. Te va a servir para el futuro. —Miraba para adelante, se le cerraba un ojo y se llevó la mano a la cara para sosegarlo. Me dejó hablar: repetirle varias veces que no aceptaba, mencionarle las cosas que él más necesitaba. Los dos sabíamos que era en vano. Al final me quedé mirando su campera, una campera marrón, finita, que sacaba todos los inviernos. La tela brillaba al sol.

—Quedate tranquila —me dijo—. A mí no me hace falta nada.

Extendió la mano y me dio un sobre: ahí estaba todo escrito, lo abría tranquila después y lo miraba con tiempo. Ahora había que ir yendo. El cementerio iba a cerrar.

—Guardalo bien —me dijo y esperó a que yo lo hiciera—. Haceme caso.

Después se levantó, caminó unos pasos y tiró todo el pan a las palomas. Yo me quedé sentada donde estaba, mirando los movimientos de papá.  Tenía ganas de llorar y sentí vergüenza de que él me viera. Me quedé mirando hacia otro lado, la puesta del sol. Pensé que él tenía razón, que era mejor irnos. Pensé varias cosas mientras el sol terminaba de bajar, recuerdos de infancia: recordé que los sábados cuando iba a su casa él me cambiaba los zapatos que llevaba puestos y me ponía siempre un par de zapatillas.

—Vamos —dijo él, y me ayudó a levantarme.

 

Camino al colectivo le hubiera hablado, pero él otra vez estaba lejos. Concentrado, repetía en voz alta las calles por las que iría la línea que me tenía que tomar. Una vez en la parada, abrió la cartera, sacó aquel billete de veinte que había encontrado y me lo dio. Llegó el colectivo, se adelantó y subió el primer escalón. Creí que iba a venir conmigo, de hecho le agarré la mano, pero él solo quería preguntar si el colectivo me dejaba donde me tenía que dejar. Me soltó y me dio las monedas: noventa centavos. Me abrazó fuerte, me dio un beso y me volvió a abrazar; arriba esperaban. Subí, me sostuve de la máquina tragamonedas. Después alcé la mano para saludar a papá, su figura cada vez más chica adelante del paredón del cementerio. Miré adentro del sobre que me había dado: había un papel con los datos de un banco y una caja de ahorro. Levanté la vista. Sabía que él seguiría ahí hasta que no pudiera verlo más. Cuando creí que lo había perdido volví a verlo. Era apenas un punto, pero tenía los brazos levantados y los movió a un lado y a otro para saludarme, hasta desaparecer.

 

En 2009, durante su participación en el taller de Pablo Ramos, Silvia Appugliese escribe su primer cuento: El pan de las palomas.
Tiempo más tarde ese mismo cuento abre, como primera lectura del año, el taller de Inés Garland en el que Silvia continua la corrección y a fin de año El pan de las palomas recibe una mención en la VIII edición del Premio Municipal de Literatura «Manuel Mujica Lainez» y es publicado en la antología Entre los juncos. 

El cuento ha recibido también el aporte de la clínica de Liliana Heker, en la que Silvia participa en la actualidad. 

Parte de quienes integramos RevistaCaradeperro, apreciamos con especial afecto, el recorrido y la evolución de El pan de las palomas. 

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