Todo lo que no funciona

Revista Número 16

Ulises Martino

Llego a casa a las dos pensando en usar esas tres horitas de mierda que tengo para escribir. Tres horitas de mierda me refiero a que no está la familia, mi mujer y dos hijos.

Pero ni bien entro, me carcome la idea de que tendría que usar esas tres horitas para otra cosa. Repaso mentalmente una lista: el teléfono inalámbrico que no funciona, los anteojos con una sola patita; el sonido de la computadora varado en mute, la calculadora que dejó de encender.

Hace varios días que resisto con todo así, incluso una lista que podría ampliar o que se renueva. Siempre hay cosas que no funcionan. Desde que tengo memoria. A veces me explico que no soy yo, que a todas las personas les debe pasar. Pero no me convenzo. Tengo la rareza de estar rodeado de cosas que no funcionan. Cosas de mayor o menor importancia, como una calculadora. Yo siempre la tengo a mano, me acostumbré. Le agarré cariño, hay gente que no puede manejar el cariño. El asunto es que ese cariño, que es una palabra espantosa, junto a las cosas que no funcionan, no me deja escribir.

Evalúo con la mirada por dónde empezar. De un impulso agarro el teléfono y salgo a la calle. Tres cuadras. Hasta el quiosco de avenida La Plata que vende de todo. Al menos voy a poder comprobar si es la batería o las pilas. Es un matrimonio el que atiende, ninguno de los dos se destaca en cuanto a la amabilidad. Veinticuatro horas abierto, eso debe ser lo que impide la amabilidad. No sé cómo hacen para sostener la pareja. Deben hacer así, el secreto es no verse.

Le muestro a la señora el ejemplar para que opine si necesito batería nueva o pilas.

−Son dos pilas –me dice.

−¿Estás segura? Creo que también lleva una batería.

−Probá.

−¿Con qué?

−Con dos pilas, te va a salir más barato.

Su objetivo es vender. Le tengo que rogar para que no me cobre las pilas, insisto que me deje probar, que si no van, de todas formas, le compro la batería. Con las pilas sigue sin funcionar.

−Es la batería –opino.

Enseguida aclara que las baterías no me las puede prestar. Tengo que comprar sí o sí.

−¿Hay mucha variedad? –le pregunto.

−Tengo tres –dice y me las muestra−. ¿Cuál querés?

−Dame la más barata.

Mil pesos la más barata. Un robo, todo caro en el quiosco. Veinticuatro horas abierto, para robarte mejor. Tienen de todo, eso sí. Una vez pregunté si tenían plantillas. La única vez en mi vida que compré plantillas las compré en ese quiosco.

Acto seguido le muestro la calculadora para que también, en base a su conocimiento, pueda orientarme sobre qué pilas lleva.

−No sé cuál será −dice− hay muchas. Además, calculadora ya nadie usa.

−Deben llevar todas las mismas –respondo. Me dice que no, que la tengo que desarmar.

Tiene cuatro tornillos que son muy pequeños. Nunca la había observado. No imaginaba que tenía tornillos.

−No traje un destornillador –opino, invitándola a que tenga la amabilidad de facilitarme alguno.

Pero su cara de culo es monumental. Dan ganas de compadecerse con el marido cuya cara de culo suele ser peor que monumental. O compadecerse con la mujer, no sé quién habrá empezado. O si se conocieron así: los dos con ese orto en la cara y más que amor fue cara de culo a primera vista.

−Después vengo −le digo.

Pero no vengo más, me lo prometo de camino a casa. Los quiosqueros que venden de todo no saben de nada. Por un segundo me alegro de no ser quiosquero.

Enchufo el teléfono, coloco la batería nueva pero al cabo de una hora sigue la pantalla sin emitir señales. Mil pesos menos y los problemas de siempre. Inalámbrico de mierda. La solución va a ser desarmarlo. Lo intento. Pero los inalámbricos están diseñados para que sea imposible. Aun así, busco consejos por internet. Pero me distraigo leyendo consejos para arreglar el sonido de la computadora. En verdad, lo que más me afecta. No poder escuchar música. Sigo dos tipos de instrucciones. Uno que me pide empezar por el panel de control, no sé en dónde mierda está el panel de control, y otro que me guía hacia el dispositivo de reproducción. En el video lo arreglan en un minuto pero aunque yo repita las mismas acciones no logro solucionarlo.

O soy demasiado estúpido o está lleno de hijos de puta.

Van dos horas sin escribir. Y todo lo que no funciona sigue como siempre. En cualquier momento vuelve mi familia.

Cambio el objetivo. Pienso en alguna óptica que conozca cerca de casa, no estoy en el medio del campo, tiene que haber pero no se me ocurre ninguna. Al mismo tiempo, busco por la casa el destornillador específico que necesito para desarmar la calculadora. Encuentro varios, menos el de esa medida. El de esa medida está en otra cajita que andá a saber dónde está. Las cosas tendrían que estar siempre en un mismo lugar. En mi casa, ese lugar es cualquier lugar. Cada vez que toco se renueva el lugar.

Suelto la calculadora en el aire y la agarro. Quisiera tirarla contra la pared, que estalle. Pero es científica y le tengo cariño. Hace años que la llevo a cada trabajo de encuestas, ya generé una especie de apego. Jamás podría conseguir una así.

Cambio una vez más de objetivo. Decido llamar al técnico de la PC, Juan, que es casi un amigo y, seguramente, en dos minutos por teléfono me arregle lo del sonido. Es empezar por alguna parte a solucionar los problemas. Si soluciono el primero, las demás vienen solas. Busco su contacto en el celular. Aunque todo viene tan mal parido que cuando lo logre ubicar, adivino que no me va a atender. Llamo, no atiende. Intento otra vez. Descubro que la batería del celular dice 1%. Me apuro en llamar. No atiende. Dejo pasar unos cuantos segundos. El celular se apaga. Lo enchufo. Insulto al aire. Pateo algo que al minuto no recuerdo qué es porque al minuto salgo disparado hacia la piecita de arriba y me siento a escribir.

De toda cosa salgo del paso escribiendo. Pero no salgo del paso porque todo lo que no funciona sigue sin funcionar en algún lugar de la casa. Objetos que están muertos, de momento, porque no cumplen ninguna función.

Escribo compulsivamente hasta llenar dos carillas. A una velocidad inusual. Pensando que ya pasaron tres horas y no llegó la familia. ¿Será que eso tampoco funciona?

Dos páginas escritas en las cuales me termino preguntando si en la vida sucederá así, y si sucederá al revés. Si después llega un día en el que todo funciona mágicamente. Pero la disfunción continúa porque releo lo escrito y no se entiende un carajo porque en el tablero del orto apreté cualquier cosa porque están borroneadas las letras.

Llamo a Juan. Puede a las seis. No puedo. Le digo que sí. Suspendo una reunión de mierda que tengo a las seis. Vuelvo a la computadora. Corrijo lo que alcancé a escribir mal. Y por supuesto que cuando intento imprimir me aparece el cartel: atasco en el papel o problemas en la bandeja.

Vuelvo a la cocina vencido. Me pongo a tocar la guitarra. Cuando toco la guitarra puedo no pensar. “Vuela esta canción para ti Lucía, la historia más triste de amor que tuve y tendré”. Luego canto La colina de la vida, imitando la voz de Gieco, mientras pienso en mi repertorio de los setenta. Empalmo la siguiente canción, en Re mayor, para cantarla gritando: “Y dale alegría a mi corazón”.

Cuando estoy en la parte del flaco, detrás de mi voz escucho provenir un sonido. Suelto la guitarra para escuchar mejor. Ahora no canto yo, sino Drexler, Universos Paralelos. La canción viene de la computadora, de arriba. Entonces, recuerdo que la había dejado puesta en YouTube.

Había vuelto el sonido sin que hiciera nada. Se había arreglado solo. Y me dio la ilusión de que todos los problemas comenzaran a resolverse mágicamente.

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