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Revista Número 16

Daniel Escolar

Ayer a esta hora cruzaba el Río de la Plata en un velero. Buenos Aires en el horizonte y las velas hinchadas empujando hacia adelante. Una vela que empuja un barco es como un permiso que te da el mundo para andar en él, un dejarse llevar sugiriendo apenas una dirección, la pala del timón en el agua modifica el rumbo sin pelear, como pidiendo un favor. Llovía sobre el río y yo miraba la ciudad velada por la lluvia. “¿Por qué vuelvo?”, pensé y me tomé otro mate. Mi hijo Juan vive tomando mate, lleva el mate en la mano y el termo bajo el brazo como los uruguayos y, cuando estoy con él, yo también tomo mate todo el tiempo; mundo mate. Con las nubes y la lluvia, el agua del río es menos marrón, se aquieta, las gotas la vuelven plateada. Había poco viento, la calma húmeda de las lluvias sin tormenta; el barco avanzaba despacio con ese sonido de olas apagadas que hace el agua al pasar bajo el casco y que a mí se me hace tan parecido al silencio. “¿Por qué vuelvo?”, pensé. Hacía dos años que no salía de la ciudad, el encierro en mi departamento allá arriba, ese mirador desde el que sólo se ven edificios, terrazas y calles; dos años quietos en los que no extrañé casi nada excepto, tal vez, navegar hasta Colonia del Uruguay. Extrañaba entrar al puerto viejo y amarrar en una boya, sentarme por las noches en la popa del barco a mirar las luces de la costa reflejadas en el agua, las torres iluminadas de la Basílica del Santísimo Sacramento, la luna, las nubes, las estrellas; bajar del barco a comer un chivito en Los Farolitos, caminar por las calles de piedras enormes y puntiagudas, la Plaza Mayor, la rambla, el muelle, los otros barcos amarrados; y también la cerveza Pilsen, los quesos y la manteca Conaprole, el dulce de leche con crema. Eso sí extrañaba. Si me pongo a pensar, creo fue lo único que de verdad extrañé durante estos dos años raros. En Uruguay también había pegado la peste: cerraron el sótano de las picadas, la parrilla de la calle que sale del puerto y el viejo que vendía hielo con el afiche autografiado de Carlitos “Síganme, no los voy a defraudar” pegado con cinta scotch amarillenta en la pared. Las calles estaban vacías y había pocos barcos en el puerto. “¿Por qué vuelvo?”, pensé y me acordé otra vez del resultado de la biopsia que me van a dar esta semana; le pedí otro mate a Juan. Ir de un puerto a otro es como saltar de ciudad en ciudad por el cielo en un avión o de planeta en planeta en un cohete, atravesar el río y embocarla del otro lado, llegar a un lugar sin pasar por ningún otro lugar, solo agua y, a veces, una isla o la costa, ese borde indistinto que tranquiliza y asusta a la vez. Las gotas caían separadas y sin mojar, casi no había olas, ningún velero a la vista. Marzo, final de las vacaciones, restricciones a la navegación, lluvia; el río también estaba vacío. Con el décimo mate fue bajando el sol, los edificios se hicieron más grandes y definidos, paró la lluvia y se encendieron las luces de la ciudad. Pero antes cayó el sol, eso que sucede todos los días en la vida de uno pero que navegando en medio del río se vuelve extraordinario. Cayó sobre la ciudad y desapareció moroso detrás de la silueta recortada de los edificios. No hubo rayo verde. Una negrura plateada envolvió el río y así nos fuimos acercando. El mate número quince bajó calentito por la garganta hasta la panza. “¿Por qué vuelvo?”, pensé y enfilé el barco entre las boyas rojas y verdes del canal hacia la entrada del río Luján, recordé a una chica en YouTube que tocaba la música de La lista de Schindler, creo que el video hablaba de la guerra en Ucrania, la chica estaba con su cello y su carita redonda bajo una autopista y la música era muy bella y algo vacía; entré al club en plena noche y amarré en mi amarra como quien cierra una etapa. Un viaje de ida y vuelta, un viaje como deberían ser todos los viajes, con un principio, un final y ya estar listo para irse de nuevo. El club estaba oscuro y vacío. Las calles también. “¿Por qué vuelvo?”, pensé camino a casa en la camioneta medio destartalada, y me acordé del inolvidable capitán del Nueva Felicidad y de Florentino Ariza y Fermina Daza y su invencible ir y venir del carajo por el río Magdalena. Subí por el ascensor y después por la escalera que lleva a ese último piso en el que vivo, abrí la puerta y entré en la oscuridad perfumada de mi departamento, dejé el bolso junto a la puerta y sin esperar un minuto me senté al piano, prendí la luz y empecé a estudiar.

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