La estela de un mundo anterior

Revista Número 16

Cecilia Garino

Es la segunda vez que Ana mira al cielo. Hay estrellas. Hasta hace un momento no había ninguna. Gira la cabeza para relajar el cuello. ¿Cuánto tiempo más van a estar parados?

El dueño de la estancia habla con los brazos a la espalda. Tiene apenas una barba, un moño negro apretado al cuello de la camisa, panza.

Ana lo mira hablar. Cuenta sobre caza, sobre la paciencia y la belleza de cazar. Le habla a un público de dos matrimonios, y a ella, que siente dolor en los pies. Debe ser un hombre solo, piensa, un hombre que vive de la estela de un mundo anterior.

Ana termina de un trago el vino de la copa. No sabe hacer lo que debe hacer. Nunca supo. Su madre decía que era mal mandada y es cierto. Si su amiga y el marido no pudieron venir, no debieron mandarla a ella, debieron pedir un reembolso. Ahora ella está en el campo, sola, con dos matrimonios y el dueño de la estancia que más que hablar, recita.

¿Por qué siempre se las ingenia para estar en el lugar equivocado?

No. No puede sacarle fotos a los matrimonios que están con ella. Debería sacarle fotos. Son aburridos. Lo sabe con solo mirarlos. Y su amiga tendría que verlos. Uno es un matrimonio de viejitos. Los dos visten de color azul y blanco; ella usa aros y anillos de oro, él, traba de corbata y gemelos, también de oro. El otro matrimonio se odia. Seguro se alojan en estancias para no poder pelear.  Ella usa un vestido floreado muy ajustado, tiene al menos diez kilos de más, el pelo ondulado y suelto, los labios pintados de rojo. Y mira buscando, con rapidísimos movimientos de los ojos, como una rata grande. El marido tiene puesta camisa y pantalón de color beige. Todo holgado. Zapatillas de básquet que parecen anclarlo a la tierra de lo flaco que es. No, no puede sacarles fotos. No tiene que dar la nota. Ella está en la estancia para divertirse con ellos, para que el dinero no se pierda.

Una brisa levanta pasto que cae en el agua de la pileta. Ana baja los hombros. El pasto parece descansar en el agua. Tiene que aprender a contenerse. Tiene que aprender a escuchar. Sostiene la copa por el tallo, boca abajo.

Están en el parque, a unos diez metros de la casona, al borde de la pileta olímpica. Mira hacia la casona, todas las luces encendidas, y un mozo que cruza el parque hacia ellos. Trae una botella. Ella le diría un chiste. Pondría cara de aburrida. Lo invitaría a tomar algo. Pero el mozo tiene la mirada en la botella, en la copa, en el vino que sirve. No hay caso.  Está atrapada en el campo, hasta dentro de dos días, pasado el mediodía.

—¿Alcanzan a verlas? —el dueño de la estancia extiende el brazo— es bien a lo lejos —dice— es en el horizonte, al ras de la tierra, ¿alcanzan a verlas?

Todos miran hacia el campo. Ana se distrajo, no sabe qué tiene que mirar.

La mujer del vestido floreado dice que sí, que las ve. El marido, en plena noche, se hace visera con la mano. Hay olor a tierra mojada y un rayo irrumpe en el cielo. Más allá, a la espalda de la casona, una sucesión de rayos blancos. El espectáculo pasa del campo al cielo. El dueño de la estancia hace una pausa. Mira al piso. Se acomoda el moño.

— Muy bien señores —dice después— esas luces que ven, no los rayos, las luces en el campo, son una cerca eléctrica.

A lo lejos, un camino de luces amarillas al ras de la tierra, marca el límite del campo.

Ana no se imagina cómo entretenerse con cercas eléctricas y se pregunta qué haría el dueño de la estancia si sucediera algo inesperado. Si perdiera el control de la noche. Se pregunta qué quiere, qué busca, qué hay detrás de ese moño.

—Difícilmente —está diciendo el dueño de la estancia— haya un molino igual a este en toda la provincia.

Ana mira el molino. Apenas lo distingue, lo ilumina una escasa luz, y parece un molino de hierro, negro, alto, con aspas anchas. Parece ser como todos los molinos de campo. Entonces el dueño de la estancia hace un silencio, se cruza de brazos y la busca a ella con la mirada. Se levanta un viento fuerte. Una nube de tierra y de pasto los envuelve como si estuvieran en el ojo de un remolino. Dos servilletas vuelan por encima de las cabezas. La señora mayor se refugia en el pecho de su marido.

Todos se despeinan. El agua de la pileta se llena de pasto y tierra. Y Ana ve, en el dueño de la estancia, una mirada de rencor, hacia ella, como si ella tuviera algo que ver con el clima de campo.

 

Tres horas más tarde están terminando de cenar. Es una mesa larga y solemne. Sobre una de las paredes del salón, las cabezas de animales cazados: ciervos, búfalos, cabras salvajes. El ventanal que da al parque, está abierto, afuera una llovizna débil. En el centro de la mesa, cuatro candelabros, los reflejos de las velas que van y vienen.

—Bueno, ya saben, siempre hay alguien mejor que uno —dice la mujer del vestido floreado. Terminó el postre antes que el resto y agarra el postre de su esposo— pero yo no me rindo. Sigo buscando. Estoy segura de que en algo soy especial.

—¿Y el azar? —la interrumpe el hombre mayor— ¿no pensó en el azar?

La mujer del vestido floreado parte el postre en dos mitades.

—¿Cómo el azar? —pregunta.

—Sí. El azar. El misterio. Lo que no puede verse también existe —dice el hombre mayor y ladea la cabeza hacia su esposa—. ¡Cómo me ha hecho sufrir esta mujer! Los primeros años principalmente.

—Pero, ¿por qué querías tener la suerte que tenía yo?  —pregunta la esposa del hombre mayor.

—¿Y cómo no? Dormíamos en la misma cama todas las noches pero la buena suerte solo te miraba a vos, ¿quién puede soportar eso? —el hombre mayor mira al dueño de la estancia—. No había pensado en la

buena suerte hasta que me casé con esta mujer. Fue una desesperación.  Me quemaba por dentro. No importaba a qué apostaba ella —el hombre mayor echa el cuerpo hacia atrás, se ríe—, esta mujer —continúa— ganó al Prode once veces, no vio un partido de fútbol en su vida, pero ganó once veces. Y yo no ganaba ni a las bolitas. Por las noches salía al jardín y me fumaba un cigarrillo. Le hablaba a los planetas, ¡malditos! les decía. Rabia me daba ver lo que compraba con su suerte —el hombre mayor se saca la servilleta de las piernas y la deja a un costado del plato—. Lo entendí con el tiempo. La buena suerte estaba con ella, pero ella estaba casada conmigo.

El hombre mayor mira a la mujer del vestido floreado. —Quizá usted esté mirando para el lugar equivocado —dice.

El mozo los interrumpe. Le hace una seña al dueño de la estancia que empieza a decir que en el salón contiguo hay oporto y otras bebidas. Ana ve en una  esquina una vitrina, adentro distingue  una escopeta y  botas de caza. El dueño de la estancia sigue hablando:  —si alguno tiene ánimo y se abriga, a unos cien metros de la casona se pueden ver nubes de bichitos de luz y en la mañana se puede recorrer el campo a tractor o a sangre. Habrá mosquitos —sentencia.

Todos se levantan. La mujer del vestido floreado dice que está ansiosa por el almuerzo. Que hace años que no prueba un asado de campo. Ana piensa en el azar. Los dos matrimonios se despiden. Todos se dan la mano. Ana saluda y piensa en lo que no puede verse. En la mirada del dueño de la estancia. En cómo la interrumpió durante la cena.

Quizá ella deba escucharlo. Ahora que se quedan solos, quizá él tenga algo para decir. Ana se acomoda el pelo. Afuera se escucha el silencio del campo. El sonido de los grillos. Ella podría fumar, ya que él está tan entretenido mirándola, como si quisiera descubrirla con los ojos, ella podría fumar.

—¿Te animás a seguirme? —pregunta él.

Sí, ¿qué otra cosa tiene para hacer?

Suben por la escalera principal, sobre la pared una cabeza  de ciervo, los cuencos de los ojos, vacíos.  Caminan por un pasillo apenas iluminado. Ella siente el ruido de sus zapatos contra el piso de madera. Él abre una puerta y le cede el paso. Es una habitación. Hay una cama de dos plazas, una mesa de luz a cada lado. Un sillón de terciopelo de color verde, un ropero de cuatro puertas, un aparador. A Ana no le atrae el estilo de la habitación tan atrás en el tiempo. Se queda parada bajo el marco de la puerta.

—¿Qué estamos por hacer?

—Nada que no quieras. Pasá por favor.

Y de alguna manera la conmueve sentir que él es un hombre de otra época. Que está preso en ese mundo. Él le muestra el sillón de terciopelo y le pide que tome asiento. No le gusta estar sentada en una habitación con un extraño pero lo hace. Hay en el aire olor a corteza. Como si la madera conservara el olor de su juventud.

—¿Cuántos años dijiste que tiene? —pregunta Ana.

Él está de espaldas a ella. Busca algo en el aparador. Abre y cierra cajones.

—La casona —insiste ella—. ¿Cuántos años tiene?

Él se da vuelta y apoya las manos en el aparador, sonríe. —No me escuchaste en toda la noche —la panza resalta la línea de botones de la camisa—. Doscientos años —dice.

Él abre el ropero. Saca una sábana blanca y la extiende. Deja que la tela llegue al piso. La mueve de un lado al otro como si estuviese por sacar palomas. Se acerca a ella y deja que la sábana caiga sobre la falda de Ana.

—Tengo que ir a buscar algo —dice— ya vuelvo.

Es una sábana de buen algodón. Huele a plancha, a limpio. Ana la hace un bollo y la deja sobre la cama. Se asoma al pasillo. Las habitaciones de los huéspedes están del otro lado de la escalera. No se escucha ningún ruido. Se acerca al aparador.  No fumó en toda la noche y empieza necesitar un cigarrillo. Abre el primero de los cajones intentando hacer el menor ruido posible. Ve un sin fin de cajitas de terciopelo de distintos tamaños y una bolsa con cordones. Cierra el cajón. Va hacia la ventana y la abre. Entra a la habitación olor a tierra mojada, a lluvia. Desde el primer piso, la pileta olímpica es una mancha negra en medio de la oscuridad del parque.

—Listo —lo escucha decir. Está en el umbral de la puerta. Tiene la cara roja. Está sin el saco y tiene una cámara fotográfica en la mano. —Es una Polaroid —dice— me costó encontrarla. Abre otra vez el ropero. Se agacha en cuclillas. Mueve mantas. Saca un reflector de pie. Una pantalla cuadrada y un trípode. Lo deja en el piso. Sigue en cuclillas.

—¿Qué estamos por hacer? —pregunta Ana.

—Las fotos de Polaroid, si lo pensás —dice él y se queda callado. Lucha con las mantas que corrió para sacar el reflector. Cierra el ropero. Se pone de pie. Sigue hablando. —Las fotos Polaroid tienen el valor de un original. No hay negativos. No se pueden hacer copias.

Levanta el reflector. —Dame un momento —dice. Desenrolla el cable. Lo enchufa. Acomoda el reflector a la entrada de la habitación. Una luz caliente ilumina la cama y la ventana. Desarma el bollo de la sabana y cubre el sillón.

—El terciopelo brilla y en la foto no va a servirnos —dice él y después enciende uno de los veladores—. A veces pienso que la belleza es eso. No por ser bello algo, es original. Es al revés. Ser original lo hace bello.

El otro velador no enciende. Hace girar la lamparita, ajusta el cable hasta que la lamparita se prende.

—Me refiero a original no en el sentido de distinto, sino en el sentido de irrepetible. Y cada segundo puede serlo, pensalo bien, cada segundo puede ser original. A lo nuestro —dice y con un único movimiento se saca el moño que tenía al cuello de la camisa.

Ana mira las dos tiras que cuelgan del moño. Cree distinguir un engarce plateado. Ve cómo él deja el moño al pie de la cama, da un paso hacia atrás, acomoda el cuerpo. Lo ve apuntarla con la Polaroid, buscar ángulos.

—Ahora sí, Ana, hacé lo que quieras —lo escucha decir y ve una luz blanca sobre el marco de la cámara, que abre y cierra, como un disparo hacia ella.

Compartilo 👇

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *