La Betty
Revista Número 17
Rodrigo Peralta
Betty contestó unos mensajes, se sacó unas selfies, las retocó y subió una a sus stories. Después dejó el celular a un costado y se levantó. Eran casi las nueve de la noche, a las diez tenía que estar en la casa de Marcos. Se bañó, se puso una calza dorada con un top turquesa y las sandalias con plataformas. Se peinó y maquilló.
Juli se despertó en la cuna, se sentó y la miró prepararse. Cuando Betty terminó, la alzó, le dio un beso en la boca y la acomodó para darle la teta. Esperó hasta que se quedara dormida y la volvió a acostar.
En el celular tenía cinco mensajes. Cuatro eran de Marcos, todos diciéndole cuánto la amaba, cuánto la extrañaba, lo hermosa que era. Ella le mandó un sticker de una nena tirando besitos. El último era de un número sin agendar. “¿Es hoy?”, decía. “Sí”, contestó ella y después borro la conversación.
Llegó a la casa de Marcos diez minutos tarde. Él le pidió que pase. La Lucre estaba en el comedor, sentada al lado del árbol de navidad, sobrecargado de bolas y guirnaldas. Tenía al Jony a upa. El nene tenía la misma edad que su hija, pero era más gordito, más alto. Se ve que comía mejor o más. Esperaba que Juli empezara a crecer. El pediatra de la salita del barrio le había dicho que estaba bien, que era bajita nomás.
Marcos la saludó y le dio un beso. La Lucre les gritó algo que no entendió y se fue al piso de arriba, sin descolgar al nene de la teta. Betty la miró como subía cada escalón, moviendo el culo caído. Nunca entendió qué le vio El Gordo. Encima el nene era igualito a él.
Cenaron unas milanesas con puré que había dejado la mamá, mientras miraban videos de cumbia y free style. Después, de postre, Marcos la invitó al cuarto en el piso de arriba. Se besaron y tocaron, pero ella no quiso más. En los tres meses que llevaban juntos, habían tenido sexo pocas veces. Era difícil estar solos. Lucre y Bruno siempre estaban cerca. Si no eran ellos, algunos del barrio, matufias y punteros, gente que le pedía favores a la Lucre, favores que a ella le encantaba cumplir.
A la una armaron unos buenos porros, prepararon fernet, lo metieron en una botella de gaseosa cortada y salieron para el baile. Mientras caminaban de la mano, fumando y tomando, Marcos miraba al cielo, a las estrellas y la luna, haciendo promesas de amor, de familia. Algunos perros les ladraban desde las sombras de los pasillos y las calles embarradas y sin iluminar del barrio.
Llegaron al polideportivo cuando la fiesta ya estaba a pleno. Había una cuadra y media de cola para entrar, y varios grupitos de personas estaban desparramados por la cuadra, tomando algo o fumando.
Betty se puso en la cola, atrás de una piba que a veces le cuidaba a la nena, pero Marcos la agarró de la mano y fueron hasta la puerta. Había un tipo alto, todo tatuado, con gorra y gafas oscuras controlando el ingreso. Cuando vio a Marcos le dio la mano, lo abrazó y los dejaron pasar.
Adentro había mucha gente, tanta que no podían estar parados sin pegarse contra el que estaba al lado. Al fondo del polideportivo había un escenario. No había nadie tocando y las luces de colores que lo rodeaban estaban prendidas y daban vueltas, a veces iluminando a la gente, a veces al escenario vacío.
Betty sintió que el celular, que estaba sostenido con el elástico de la calza, vibraba contra su cadera. Lo tocó con la mano, pero se contuvo de sacarlo. En vez de eso, le pidió a Marcos cerveza. Cuando él se fue, sacó el teléfono. “Ya está todo listo”, decía el mensaje. Otra vez borro la conversación. Marcos volvió con unos vasos grandes de plástico con cerveza. Estaba tibia y medio aguada.
Bailaron entre la gente y el humo de los cigarrillos y los porros, sintiendo la transpiración de los cuerpos que los rodeaban. Cada tanto ella sacaba el celular y miraba la hora.
Para las cinco de la mañana, Marcos estaba bastante fumado y ebrio. Ella no tanto. La banda todavía no había aparecido. Betty le rodeó el cuello con los brazos y le susurró al oído. Él apuró el vaso, le dio dos secas al porro, se lo pasó al flaco que tenía al lado y se fueron.
Caminaron hasta la “Obrita”: un terraplén de una obra abandonada por alguno de los tantos gobiernos que pasaron. Ya nadie se acordaba si era de Nación o de Provincia, o para qué era. En los meses que duró la obra habían levantado unas estructuras de cemento, unas paredes sin ventanas ni techo, que se desparramaban por acá y por allá, entre fierros oxidados, tubos de cemento y maderas podridas. Había pasado tanto tiempo ya, que la vegetación había reclamado la tierra e incluso algunos árboles crecían entre las estructuras.
Betty y Marcos avanzaron por un caminito trazado en la tierra de tantas idas y venidas. Serpenteaba entre pozos y materiales olvidados, y se abría a izquierda o derecha, conduciendo a diferentes partes del terreno.
Ella señaló una salida a la izquierda. Dejaron el camino y se metieron entre los yuyos, altos hasta la rodilla, y caminaron hasta una pared de ladrillos huecos, la más alta del lugar. Le dieron la vuelta, para que nadie que fuera los pudiera ver.
Betty empujó a Marcos contra la pared mientras lo besaba. Se apartó un paso, se sacó el top y se quedó en tetas. Volvió a abrazarlo y a besarlo. Marcos le recorría el cuerpo, la manoseaba y le decía cuanto la amaba.
En la pared faltaban un par de ladrillos. Betty metió la mano en uno de los huecos. Nada. Probó otro, tampoco. Se movió a la derecha y Marcos se movió con ella, prendido a su cuerpo, las manos apretándole el culo. Ella metió la mano en otro hueco. Sintió el frio del fierro y lo apretó en su mano. Lo sacó y se lo clavó a Marcos en la panza. Una vez, dos veces, tres…
Marcos retrocedió. Se tocaba el estómago sin entender, hasta que vio la sangre que caía de la faca. Entonces entendió y la confusión dio paso al miedo. Ella avanzó y lo pinchó de vuelta.
—No, no… pará.
Ella siguió clavándolo, una y otra vez.
—Por favor… basta. Me duele.
El cuerpo de Marcos se deslizó por la pared y cayó a un costado. Hilos de sangre caían de su nariz y boca. La ropa estaba teñida de rojo. Betty respiraba agitada. Tenía sangre hasta los codos. En la panza, la cara, las tetas. Lloraba.
Desde las sombras se acercó Bruno. La miró y después miró a Marcos, ahí tirado, los ojos abiertos mirando a la nada en la noche estrellada. Ella lo abrazó. Él la felicitó y le acarició el pelo, la besó. Después le sacó la faca de la mano y se la clavó tres veces: en la panza, en el pecho y en el cuello, y Betty también se desplomó y su sangre se acumuló en el piso embarrado por la sangre de Marcos, y se hicieron una.