Salzburg Hauptbahnhof

Revista Número 18

Daniel Tevini

Las nubes se acumulan detrás de los edificios que dan al río Salzach. La ciudad es chica. Los edificios que se alzan frente al río dan la ilusión de una gran metrópoli. Después el cielo se despeja y el sol deja al descubierto las laderas de las montañas y los campos que rodean a Salzburgo. En realidad, lo que uno percibe al fin de Salzburgo es apenas un puñado de casas y de edificios históricos. Caminamos a las orillas del Salzach. No lo hacemos solos, estamos rodeados por grupos de escolares que corren hacia algún museo o participan de una actividad de la que nunca sabremos nada. Nuestro conocimiento del alemán es nulo: los saludos necesarios y decir “gracias y de nada”. Los locales agradecen ese mínimo compromiso. Es una lengua a la que, auditivamente, ya estamos habituados: los sonidos guturales que la componen se fueron volviendo agradables con el transcurso de los días. Un par de individuos de origen asiático apuntan con los zooms de sus cámaras a cierto punto específico en las laderas. Debe ser uno de los escenarios naturales donde se filmó La novicia rebelde. Ellos manejan mejor información que nosotros. “No sé cómo se las arreglan”, comento. Nos reímos. Los zooms que usan tienen una longitud mayor que el diámetro de sus cabezas. Los esquivamos. Hay puestos callejeros que venden pretzels gigantes con granos de sal, parecen pequeños copos de nieve. Compramos un par. Los bombones Mozart resultaron un fiasco. En realidad, todo lo referido a Mozart en esta ciudad, es un fiasco. La casa museo en donde nació, no tiene casi nada que ofrecer, está prácticamente vacía. El Teatro de las Marionetas de Salzburgo, famoso por la representación de sus óperas, abre en horarios imposibles. En cada esquina hay un individuo de peluquín blanco y chaqueta con faldón, que entrega un volante en donde prometen un concierto con “las maravillas musicales austríacas”. El programa es siempre el mismo, valses vieneses populares y algunos fragmentos de las sinfonías más conocidas de Mozart. En un punto, en esta ciudad, todo amenaza con volverse empalagoso, amanerado, falso. Tal vez el recorrido que prometía visitar los escenarios reales de La novicia rebelde y los lugares que pisaron los Von Trap, hubiera sido más atractivo. No lo hicimos. Un regusto a turismo provinciano, no nos terminó de convencer. Estamos por ir a visitar el Landestheater. Acabamos de ver el Cementerio de San Pedro, el Petersfriedhof, según figura escrito en el mapa. La visita resultó sobrecogedora. Losas de piedra con cruces de hierro forjado, donde las cruces reemplazan a las lápidas. Vimos cinco tumbas, una al lado de la otra, con cinco ornamentos de hierro en forma de palma. Se parecían a los abanicos viejos de cartón que regalaban algunas tiendas que ya no existen. Mi abuela tenía un par de esos. Cada hoja de palma en las tumbas indicaba a un miembro de la familia. Los bordes estaban pintados en oro, el hierro se asemejaba a un bordado acaramelándose alrededor de cada uno. Ahí también aparecía el amaneramiento de las formas pero, junto a la muerte, el efecto era distinto. Era parte de una tirada de dados cuya cifra nunca se llegó a dar: la familia Von Trap atrapada por los nazis. Era el frío helado de esa mañana invernal con sol. El frío también en los huesos de los que repartían volantes disfrazados de Mozart. Era Mozart mismo, arrojado al osario, en una tumba común. Era, en definitiva, el verdadero espíritu de Austria, pensé. Lo comento al pasar. Seguimos silenciosos mientras retomamos el camino hacia el río Salzach que acabamos de dejar. Ahora estamos por ingresar al Landestheater. No cobran entrada, lo están restaurando. Eso nos desilusiona un poco. Imagino andamios, obreros, griterío. Me quedará un recuerdo sucio, ruidoso, pienso. Entramos. No hay andamios, ni griterío. Están acondicionando el foso de la orquesta y el resto reluce como si estuviera recién acabado. Sonreímos. Empuño la cámara y de espaldas al escenario, fotografío la sala. Me alejo unos pasos hacia atrás, para captar los primeros pisos y parte de los palcos. Un anciano a mis espaldas, se acerca y me dice amablemente que tenga cuidado con el foso, que no quiere que me caiga. Habla un español cortado, consonántico, me trae a la cabeza el de las películas de la Guerra Fría. Nos damos vuelta asombrados los tres, yo le agradezco. Nos quedamos conversando en un círculo íntimo, a metros de la fosa. Es un anciano amable, parece salido de un cuento. Nos pregunta si estamos de visita, de dónde venimos. “De Argentina”, respondemos al unísono. “Buenos Aires”, aclaro yo. Enseguida nos comenta que conoce nuestro país, que una vez estuvo. Hay en él un poco de ese orgullo o superioridad de los que ya lo vivieron todo. Nos sentimos reconfortados, seguros, es una cofradía inesperada. Lo asaltamos con preguntas que se superponen entre sí. De lejos, podrían habernos confundido con unos nietos mayores, ya adultos. Los hijos de los hijos de Von Trap. ¿Cuándo estuvo? ¿Se quedó mucho tiempo? Nos callamos esperando una respuesta. Hace una pausa como si necesitara bucear en las profundidades. Baja el tono de voz. “Yo conocí a Frau Eva”, dice confidente, cómplice. Nos desordena mentalmente. Trato de hacer cálculos. Mi amiga necesita saber cómo fue pero no lo dice, aunque su cara la delate. “Yo era demasiado joven”, comenta seco y se aleja entre las butacas. Se va sin saludarnos. Me asomo al foso y descubro que el escenario está sostenido por andamios. Cuando voy a fotografiarlos, mi amiga me lo impide, me chista para que salgamos de una vez de allí.

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