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Revista Número 19

NegroFiero

Dentro de un par de meses podré, nuevamente, darme el placer de volver a la Argentina. Cada regreso es como tomar un poco de oxígeno para seguir viviendo. Unos días en Buenos Aires, para poder seguir con mi vida en España. 

Las visitas a mi ciudad tienen siempre un poco de ritual. Hay actos que no puedo evitar y se reiteran con cada retorno: una pizza en Güerrín, (y es así, con diéresis, pese a que siempre la llamamos como si no la tuviese), un partido de Defensores de Belgrano, una cena en el restaurante Larreta, una mirada hacia el profundo horizonte de nuestro río con alma de mar, y todos los asados que aguante el cuerpo.

No pueden faltar tampoco un café en el Puerto de Olivos recordado a mi viejo, un paseo por la peatonal Florida como cuando usaba guardapolvo blanco, y pasar por la puerta del edificio donde viví mi infancia feliz, en Rivadavia y Suipacha, luego de comprobar cómo se encuentra la Plaza Roberto Arlt, la misma que se aseguró de que, el día que “El juguete rabioso” llegó a mis manos, no pasara desapercibido.

Pero de todos los rituales que hago hay uno que destaca. Soy una persona que siempre sintió curiosidad por el pasado y hay un lugar al que no puedo dejar de ir en Buenos Aires.

En nuestra patria, que nació simulando emancipación, libertad e igualdad para medio continente, siempre hubo “quienes” que eran más iguales que otros. Son los que, mientras los idealistas, los soñadores y los aventureros combatían contra los realistas, aprovechaban para comenzar a estrechar lazos con la otra “madre patria”, la que hablaba inglés, bebía té y cazaba zorros siempre de elegante sport. Así, mientras unos morían contentos por haber batido al enemigo, otros vivían contentos por haber comenzado a comerciar con el principal imperio del momento al que, por culpa de esos “godos opresores”, antes no podían alcanzar.

De esa manera se comenzó a configurar nuestra aristocracia. Tierras, ganado y comercio con Albión. Pasaron las décadas, pasaron los caudillos, se expulsó a los “bárbaros” y, con cada vez más tierra, más ganado, más comercio, y como no, negociados desde el gobierno, nuestra aristocracia fue creciendo y haciéndose más poderosa. Sus mansiones francesas en plena ciudad, sus estancias inabarcables y sus constantes viajes a Europa así lo atestiguaban. Y cuando la vida, después de tantas horas de fiebre y orgía, harta ya de placer y locura, daba paso al eterno descanso, había un solo lugar a donde se podía ir, si es que se había sido alguien: al Cementerio de la Recoleta.

Es la ciudad de los que tuvieron, la de las fuerzas vivas ya muertas, la de los que llevaron apellidos que hoy nombran calles, avenidas, ciudades. Cada vez que voy visito la tumba de mi querido Domingo Faustino Sarmiento, donde siempre ofrezco una ligera reverencia en señal de respeto y admiración, ¡y hasta de envidia, que carajo! Paso igualmente por la del polémico Julio Argentino Roca, al que también presento respetos; con no disimulado asco desprecio la tumba del fusilador Aramburu y, sin mucho interés, visito la del secesionista Mitre. Todos, más o menos, artífices de la Argentina de esos aristócratas que llenan de mausoleos el camposanto. Ortiz Basualdo, Peralta Ramos, Álzaga, Anchorena, y tantos otros apellidos de esos pocos dueños de todo.

Pero no solo se trata de quienes están, sino que también se pueden percibir en el mismo cementerio nuestras disputas y grietas. Una tumba casi olvidada alberga al ascendido post mortem en 2015 al grado de general, el otrora coronel Manuel Dorrego, quien ¿descansa? a metros de su asesino y uno de nuestros primeros fusiladores, el general Juan Lavalle, que disfruta de un mausoleo mucho más vistoso que el de su víctima. O podemos percibir la cercanía incómoda entre el autor del Facundo, y el blanco de esa obra maestra, el brigadier general Juan Manuel de Rosas. No olvidemos que también comparten su descanso el presidente Hipólito Yrigoyen, y el general golpista que lo derrocó, José Félix Uriburu. Pero, sin dudas, la más fuerte de todas las dicotomías en el lugar es la presencia de Evita, rodeada de enemigos, odiada por cada espíritu alojado en las tinieblas de esa necrópolis, y que para más humillación de tanta “gente bien”, resulta ser la más visitada, la más buscada y la más recordada. La única reina a la que vistió Christian Dior es también la soberana plebeya del cementerio de los nobles argentinos.

Pero más allá de la política, más allá de cruzarme con el “socialista” Alfredo Palacios y soltarle un tu quoque, hay para mí en el lugar una atracción que ejerce impertérrita su influencia. Elijo caminar por las calles espiando las tumbas y mausoleos, sin un guía que me lleve a ver a la hermosa Rufina Cambaceres, de quien se cuenta que estaba enamorada del que luego será dos veces presidente, el Peludo, don Hipólito Yrigoyen. Se dice que al descubrir que aquel hombre, al que amaba, era en realidad el amante de su madre fue lo que la llevó, en su cumpleaños diecinueve, a un estado de catatonia, sumida en el cual fue sepultada. La leyenda señala que fue un cuidador del cementerio quien escuchó algo por la noche, y que, a la mañana siguiente, al comprobar, la encontraron muerta, pero con madera bajo sus uñas, asumiendo todos que despertó horrorizada para asfixiarse luego de gritar y arañar el ataúd hasta el delirio. Una historia, sin dudas macabra, aunque de la que no hay constancia real. 

Pero no, yo prefiero, como dije, perderme sin guía y sin mapas, para vagar entre tanta historia, entre tanto despojo de fenecidos poderosos, sin saber nunca qué celebridad, qué oligarca, qué presidente o qué general se me va a aparecer para tratar de decirme, en mármol y bronce, quién fue, qué hizo, a quiénes explotó y por qué merece estar ahí. Quizás, alguna vez distraído, me sorprenda un anochecer y será en ese momento cuando se me aparezcan sus espíritus para rechazarme por mi negrura, mi mezcla denostada de gallego y tano, justo esos inmigrantes indeseables que vinieron en lugar de los civilizados ingleses. Quizás ese anochecer se me presenten sus espectros para marcarme el límite, para hacer uso del derecho de admisión y, ojalá entonces, salga en mi defensa don David Alleno, el cuidador del cementerio obsesionado con pertenecer, que pagó con su sudor y escaso salario los costosos centímetros de su bóveda y la escultura a la que lo obligó la ajustada norma estética de la exclusiva necrópolis, para suicidarse inmediatamente después de terminada la obra y poder ocupar así su lugar eterno. Lo imagino flanqueado por doña Catalina Dogan, la liberta a la que sepultaron junto a los Sáenz Valiente, junto pero fuera del mausoleo, ya que era, apenas, la sirvienta. La veo ansiosa por defender pelafustanes como yo en lugar de tener que servir a sus patrones por toda la eternidad. Y si ellos no son bastante para defenderme de toda la ira aristócrata ahí encerrada y ultrajada por mi ordinaria presencia, sé que vendrá, y bastará para acallarlos, “esa mujer”, la defensora de los “nadie”. La que sigue molestando con solo estar en una bóveda menor, sin lujos ni excesos, pero que es la más visitada, la más buscada y la más recordada. 

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