las cosas que amábamos

Revista Número 19

Demian Naón

León

1989

No sé cuántos días antes de morir, mi abuelo León se escapó del geriátrico en el que
estaba. Mi padre atendió el teléfono, se quedó unos segundos mirándome mientras hablaba, negó un par de veces con la cabeza, arrastró el cable del aparato por el pasillo, Yo estaba frente al
televisor, mirando las noticias sobre la caída del Muro de Berlín. Mi padre cortó con un golpe,
apoyó el teléfono sobre la mesita, apagó el televisor y agarró las llaves del auto.
—Abrigate, vamos a salir—dijo.
Esa era la primera vez. Mi abuelo ya se había escapado de otro geriátrico después de
haber manoseado a una de las mujeres que hacían la limpieza. Mi padre lo encontró al otro día,
jugando ajedrez en el bar de avenida Artigas en Villa Pueyrredón. Mi abuelo intentó explicar que
no tenía idea de cómo había llegado hasta ahí. Con la excusa de que ninguno de sus hijos podía
tenerlo en su casa, lo llevaron nuevamente a un hogar para mayores. Así lo llamaron mis padres,
pensando que ese término a León le haría más leve la estadía, pero él gritaba que eran unos
traidores, que eso, de hogar, no tenía nada, que ahí van los viejos a morirse.

Mi abuelo y yo éramos parecidos, al menos eso era lo que me decía cuando lo visitaba en
el geriátrico; insistía con que cuando yo fuera grande iba a viajar por el mundo como él lo había
hecho. Decía que no podía seguir encerrado en un lugar así, ̈apenas se distraigan no verán más
esta carita ̈. Me hacía prometer que no lo iba a traicionar. Yo conocía su historia, el abuelo León
tenía la misma edad que yo cuando llegó al país. Catorce años y su hermano fue el único que lo
despidió en el puerto de Estambul. Su padre le dijo que era un cobarde por escapar y no alistarse
en el ejército. Su madre, a escondidas, le dio los últimos billetes que le quedaban. Llegó al puerto
de Buenos Aires en la época en la que brillaban las milongas. Lo sé porque una vez me dijo que
lo que mejor hacía era cantar. Cuando me quedaba a dormir en su casa, lo espiaba a través de la
puerta entreabierta de su habitación, se paraba frente a las velas, tenía el talit sobre la cabeza y
por momentos cubría las llamas con sus manos y después se tapaba los ojos. Decía el kidush de
duelo con la voz ronca como si no hubiese salido de la cama, se inclinaba levemente hacia
adelante y hacia atrás. A veces lo cantaba para sí mismo, nombraba a sus padres, a sus hermanosy a la abuela Raba, porque todos ellos habían muerto y había que recordarlos. “Tu abuela hacía lo de las velas”, me dijo, cuando me enseñó a decir el kidush de duelo de memoria. Yo lo repetía después de él, pero para adentro, porque no le gustaba que lo molestaran cuando rezaba.

En una reunión con la familia lo escuché cantar. La comida judía había desfilado desde
temprano por las mesas cubiertas con manteles de plástico y sostenidas por caballetes. Las
botellas de vino se habían acumulado contra el zócalo de la pared del patio. León dijo que iba a
cantar una canción en ladino. Dijo que contaba la historia de un hombre que intentaba dormir a
una doncella para que no sufriera por los abusos del Rey. Tenía la nariz roja de tomar, la camisa
abierta, la cadenita con la estrella de David brillaba sobre el pecho. La voz blanda, suave, yo no
podía sacarle los ojos de encima. El tío Rafael le dijo que estaba inventando la letra. León dejó
de cantar, dijo algo en turco que nadie entendió. Hubo un silencio incómodo. El tío Rafael le
respondió en turco, se levantó de la mesa y la tía Gisela lo siguió. La discusión siguió en la
vereda. León le pidió a mi padre que lo llevara a su casa y todo terminó sin que comiéramos el
postre.

Mi padre manejó rápido por la avenida Monroe, no paró en el semáforo rojo de la avenida
Constituyentes, y al llegar a la puerta del geriátrico clavó los frenos. Antes de bajar del auto se
quedó unos segundos con los brazos sobre el volante.
—No lo puedo creer —dijo, y le dio un golpe.
La mujer que baldeaba la vereda nos atajó en la puerta. Preguntó de quién éramos
parientes. Mi padre dijo que iba a ver al encargado y entró sin más explicaciones. Caminamos
por un pasillo mal iluminado, con olor a desinfectante y a perfume para pisos. En el comedor,
una coordinadora levantaba la voz tratando de animar a los abuelos con el bingo. Cruzamos el
patio interior que tenía una palmera en el medio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas,
cuando mi padre las abrió, el sol entró de golpe. La cama estaba hecha y el placard vacío. El
encargado dijo que cuando lo fueron a despertar para el desayuno León ya no estaba.
Volvimos al auto, mi padre empezó un recorrido por el barrio, manejó con la mirada fija
en la calle. Primero preguntó al dueño en la puerta del bar de Artigas, después preguntó en el
billar de Avenida San Martín, en la plaza donde León jugaba ajedrez, en el cine Aconcagua de avenida Mosconi. En la casa de uno de sus amigos, y después de cargar nafta llamó al geriátrico desde el teléfono público que había en la estación de servicio. León no había aparecido. Mi padre estuvo callado durante el viaje de regreso, unas cuadras antes de llegar a casa, paró el auto en una esquina.

—Se fue a Mar del Plata—dijo.

Una tarde León y yo caminamos juntos hasta la calle cortada.
—Te voy a enseñar la defensa personal—dijo.
Señaló unas piedras de canto rodado con la punta de la zapatilla y me pidió que juntara
varias. León agarró un pedazo de una caja de cartón que había en la zanja de las vías del tren, lo
clavó en un árbol, dibujó ojos y una boca con la lapicera que siempre tenía en el bolsillo de la
camisa. Me mostró cómo ponía una de las piedras entre el dedo índice y el pulgar en forma de
catapulta, apuntó hacia el cartón y tiró. La piedra dio en el árbol.
—Mala puntería—dije.
—Hay que practicarle, Alejandrito, y si le tiras con una colilla de cigarrillos a los ojos,
esto es un arma letal.
Ahí estuvimos un rato practicando tiro al blanco. León festejó mis mejores tiros y yo los
suyos hasta que en la cortada se hizo de noche. A mi padre se le ocurrió que León podría estar
por subirse a un micro en la terminal de Retiro. Encendió la radio y dejó de mirar hacia adelante.
Parecía tener algo para decirme, pero entró en la avenida General Paz y no habló.
Para saber cuál de sus hijos iría de vacaciones y cuáles se quedarían, León hacía un
sorteo, a los que perdían los dejaba en un Colegio pupilo durante los veranos. No quería tener
más hijos, cuatro varones y una mujer eran suficientes. Nunca mencionaba al sexto hijo que
había muerto a los seis años por un golpe en la cabeza. Eso era una de las cosas que mi padre
había contado pocas veces, sin entenderse, sin detalles. Lo que sí contaba, era la parte de la
historia, en la que, solo a horas de haber finalizado de enterrar a su hijo, León desapareció.
Durante días los hermanos trataron de consolar a la abuela Raba, mientras lloraba encerrada en la habitación. Así estuvieron un tiempo sin saber nada de mi abuelo. Meses después la abuela Raba recibió una carta. Primero leyó la carta en silencio y después la leyó nuevamente en voz alta para que todos los hijos la escucharan. León estaba en Mar del Plata y había dejado anotada la
dirección en la carta.

Esa misma tarde la abuela Raba sacó un pasaje y lo fue a buscar. Lo encontró en una
pensión de mala muerte cerca del puerto. Parecía una ciruja. La abuela lo convenció de que
volviera. Viajaron de regreso esa misma noche. Cuando la abuela Raba entró en la casa, los hijos
pensaron que León vendría detrás de ella, pero estaba sola, y sin decir nada se encerró en la
habitación.

—Lo voy a meter en un loquero—dijo mi padre cuando lo vio.
Yo también lo vi. León estaba sentado en una mesa junto a la ventana en el bar de la
estación de Retiro. Parecía un animal abandonado. Tenía una botella de cerveza frente a él, un
atado de cigarrillos 43/70, un encendedor rojo sobre la mesa, y un bolso debajo de las piernas.
Lo saludé desde la puerta, y al verme sonrió. Yo sabía que iba a preguntarme si había
comido algo, como cuando era más chico y me quedaba a comer en su casa. La abuela había
muerto hacía tiempo y León vivía solo en el departamento de la calle Entre Ríos.
Yo tenía 12 o 13 años. Mi padre me dejaba por un par de horas en su casa. Sentados en la
cocina, con ese olor a pollo hervido que me descomponía, León rompía galletas marineras, las
dejaba caer en la sopa, y esperábamos a que se enfriase. En el televisor del living seguramente
pasaban un capítulo repetido de ̈el Zorro ̈.

El abuelo León parecía haber estado llorando. Se puso los lentes sobre la frente. Se
limpió los ojos irritados con un pañuelo de tela y lo guardó en la manga del saco.
—¿Comiste algo, querido? —preguntó.
Dije que sí con la cabeza e intenté sentarme.
—Sentate por allá, Alejandrito, tengo que hablar con tu viejo.
Mi padre me hizo señas con la cabeza y yo me senté en una mesa detrás de él.
—A ese lugar de mierda no vuelvo, he dicho—dijo León.
—¿Le tocaste el culo otra vez a alguien? —preguntó mi padre.
—Me tienes que entender hijito. Estar encerrado en ese lugar es como estar muerto.
—Eso no importa, no podés tocarle el culo a alguien para sentirte vivo.
—Yo no vuelvo, te lo aviso.
—Vos volvés, ¿Adónde vas a ir?
—A mi departamento.

—Está en venta, ya lo hablamos.
El mozo se acercó.
—Nada — dijo mi padre.
—Una Fanta— dije.
—Me mojo, ¿Quieres saber?, me mojo y no puedo contenerme. Vas a tener que comprar
pañales. ¿Quieres que Alejandrito escuche esto?
Mi padre hizo señas con la mano.
—Bajá la voz, querés. Debe ser normal, a tu edad.
León se refregó los ojos.
—¿Qué carajos dices?, tú porque no te mojas encima y sientes ese olor espantoso durante
todo el día.
Cuando el mozo apoyó la Fanta sobre la mesa, mi padre me miró por arriba del hombro
de León
—¿Sabes lo que le hacen a los que mojan la cama y no se pueden mover? Los hacen
dormir sentados en las sillas, les cruzan un palo de escoba entre los apoya brazos para que no
puedan levantarse.
—¿De dónde sacaste eso?
—Me ha contado el polaco. El que está en silla de ruedas, él mismo me lo ha contado, se
hizo encima y el charco llegó hasta la puerta. No quieren lavar sábanas, ni cambiar a los viejos
de noche. Lo escuché llorar como una mujer, y cuando me lo contó, volví a la habitación, armé la
valija y pensé: yo acá no vuelvo más.
—¡Pagamos mucha plata para que estés bien!
—¡Bien mis pelotas! podría haber seguido en mi departamento.
—La última vez casi volás por el aire, ¿o te olvidaste?
—Esa hornalla estaba mal.
—¡Dejaste el gas abierto un día entero!
—¡Está bien carajo! Déjame terminar y nos vamos —dijo.
Parecía un niño, inclinó el vaso y se sirvió lo que quedaba en la botella, encendió un
cigarrillo. Tomó mirando por la ventana hacia los micros que estaban parados en las dársenas.
Después de pagar la cuenta, y tirar los cigarrillos de León en un tacho de basura, mi padre agarró
el bolso y los tres salimos en fila india.

Caminamos por la terminal de Retiro hasta el estacionamiento. Mi padre abrió el baúl,
tiró el bolso con fastidio y cerró la tapa con un golpe. El viaje de regreso fue en silencio hasta
que a León le dieron ganas de ir al baño. Yo lo vi hacer el gesto, pero en vez de decir algo como
̈pará que me meo, o necesito ir al baño ̈ dijo que antes de usar pañales se ponía un tiro. Mi padre
apretó el volante. Los ojos se le llenaron de bronca, y al salir de la General Paz, clavó los frenos
en una esquina.
—Si te vuelvo escuchar te bajo del auto.
León levantó los hombros como si no le diera importancia a la amenaza. Mi padre
arrancó el auto.
Yo sabía que León se hacía encima cuando tenía miedo de que llegase la guerra, y también que mi padre se hacía en la cama del colegio pupilo donde lo dejaban mis abuelos durante los veranos. Él mismo me lo había contado cuando se enteró que me pasaba lo mismo que a ellos dos.

Era horrible despertarme mojado y que mamá sacara el colchón al patio y cambiara las
sábanas. A veces yo trataba de ocultarlo, ponía una toalla sobre las sábanas mojadas y la tapaba
con el acolchado. Ella enfurecía y me gritaba que no le mintiera, y si alguien preguntaba por el
crujido que hacía el papel de diario con el que ella protegía el colchón yo decía que era culpa de
mi abuela cuando se quedaba a dormir en nuestra casa. Una mañana escuché a mamá quejarse
antes de que saliéramos para la escuela, arrancó las sábanas mojadas y las tiró al piso. Yo me
metí en el baño, pero ella me agarró del cuello del guardapolvo, y me llevó en puntas de pie
hasta el patio.
—¡Tiene diez años y se mea en la cama! —dijo con las manos como si tuviera un
megáfono.
Su intento de humillación no sirvió de nada. Fue aún peor y durante varios años no dejé
de hacerlo, por el contrario, mojé mi cama, las de amigos y familiares cuando me quedaba a
dormir en sus casas hasta que un día simplemente dejó de suceder, y pude dormir sobre sábanas
suaves y sin ese crujido que me avergonzaba desde chico.

Mi padre dejó el bolso en la puerta del geriátrico y ayudó a León a bajar del auto. ̈Hogar
dulce hogar ̈, decía el cartel de la entrada (al que hasta ese momento yo no le había prestado
atención).

Una mujer abrió la puerta.
—Quiero ver al encargado—dijo mi padre.
— El licenciado salió.
—Lo espero.
León saludó a la mujer.
—¿Adónde se había metido, abuelito?
—Abuelito mis pelotas.
—Comportate viejo, haceme el favor—interrumpió mi padre.
Nos sentamos en los sillones, ahí esperamos los tres un rato. El encargado no tardó, antes
de entrar tiró el cigarrillo hacia la calle. Intentó meterse en su oficina y cerrar la puerta, pero mi
padre la trabó con el pie.
—Usted y yo tenemos que hablar—dijo. Entró en la oficina y cerró con un portazo.
León y yo escuchamos golpes, y el ruido de algo de vidrio que se rompió.
El encargado dijo que solo era un empleado y mi padre respondió subiendo la voz que mi
abuelo era una persona mayor que merecía respeto. Un empleado se acercó por los ruidos, nos
miró con lástima, golpeó la puerta de la oficina.
—¿Señor, todo bien?
—Todo bien— se escuchó desde adentro.
El hombre pasó delante de nosotros y se fue por donde había venido.
León se dio cuenta que yo tenía lágrimas en los ojos y me empujó con el codo.
—No llores, Alejandrito—dijo y me mostró un billete arrugado. —Andá, sé bueno hijo,
cómprale cigarrillos al abuelo.
Yo agarré la plata y cuando vi a mi padre salir de la oficina la guardé en el bolsillo del
pantalón.
—¡Esto es lo que tú logras, mira cómo se ha puesto el nene! —dijo León y me limpió las
lágrimas.
—¿Y a vos qué te pasa?
—No podés dejarlo acá—dije, y me limpié los ojos con la manga.
—Algún día vas a entender.
Mi padre intentó levantar el bolso y León se lo arrebató de la mano.
—¡Yo puedo solo! ¿Qué te has creído tú? —dijo subiendo el tono.

Caminó por el pasillo, levantó la mano para saludar a los que estaban en el comedor.
Cuando cruzó la palmera que había en el medio del patio, se dio vuelta, yo levanté el brazo para
saludarlo, él entró en su habitación. Yo no lo sabía aún, pero esa fue la última vez que lo vi.

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