
las cosas que amábamos
Revista Número 19
Demian Naón
LEÓN
1987
Un par de meses antes de morir, mi abuelo León se escapó del geriátrico. La primera vez se había escapado después haber manoseado a una de las mujeres que hacían la limpieza, dejó de hablar, se negó a comer y una tarde desapareció. Mi padre lo encontró un par de días más tarde mientras jugaba al ajedrez en el bar de Artigas de Villa Pueyrredón. León le dijo que no tenía idea cómo había llegado hasta ahí. Como ninguno de sus hijos podía tenerlo en su casa, lo llevaron una vez más en una casa de retiro para mayores, así la llamaban mis padres pensando que ese término le haría más leve su estadía.
—No lo decoren, me van a meter en un geriátrico— decía.
León me había dicho que él y yo éramos parecidos, que cuando yo fuera grande iba a viajar por el mundo como él lo había hecho, que el geriátrico no era un lugar ni para él, ni para nadie, y apenas se distrajeran se iba a escapar sin decir a donde. Yo había cumplido trece años, la misma edad que León tenía cuando llegó al país. Su hermano fue el único que lo despidió en el puerto de Estambul. Su padre le dijo que era un cobarde por escapar y no alistarse en el ejército turco. Su madre a escondidas le dio los últimos billetes que le quedaban. Llegó al puerto de Buenos Aires en la época en la cual en la noche brillaban las milongas, lo sé porque una vez me dijo que lo que mejor él hacía era cantar.
Mi padre arrastró el cable del teléfono por el pasillo, se quedó mirándome mientras hablaba. Yo estaba tirado panza abajo frente al televisor, mirando las noticias sobre la posible guerra con Chile por el canal Beagle. Mi padre cortó con un golpe, apoyó el teléfono sobre la mesita y apagó la televisión.
—Abrigate, vamos a salir —dijo.
Agarré la campera y salí a la calle detrás de él. Entró al auto primero y me abrió desde adentro. Anduvimos varias cuadras por el barrio. Aceleró por la avenida Monroe, paró en el semáforo de Constituyentes. Manejó rápido y clavó los frenos en la puerta del geriátrico, antes de bajar del auto se quedó unos segundos con brazos sobre el volante
—No lo puedo creer —dijo y le dio un golpe.
La mujer que baldeaba la vereda nos atajó en la puerta. Preguntó de quién éramos parientes. Mi padre dijo que iba ver al encargado y sin darle explicaciones entró en el lugar. Caminamos por un pasillo mal iluminado, con olor a desinfectante y a perfume para pisos. En el comedor una coordinadora levantaba la voz tratando de animar a los abuelos con en el bingo. Cruzamos el patio interior que tenía una palmera en el medio. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, cuando mi padre las abrió, el sol entró de golpe. La cama estaba hecha y el placard vacío. El encargado dijo que cuando lo fueron a despertar para el desayuno León ya no estaba. Mi padre empezó un recorrido por el barrio, primero preguntó al dueño en la puerta del bar de Artigas. Buscamos en otros bares, en la plaza dónde León jugaba ajedrez, en el cine de Mosconi. En la casa de uno de sus amigos, en el billar de Avenida San Martín. Después de cargar nafta llamó al geriátrico desde el teléfono público que había en la estación de servicio. León no había aparecido. Cuándo volvíamos a casa, mi padre frenó de golpe otra vez.
—Mar del Plata.
Una tarde León y yo caminamos juntos, hasta la cortada.
—Te voy enseñar defensa personal —dijo.
Señaló unas piedras de canto rodado con la punta de la zapatilla. Junté varias mientras León agarró un pedazo de una caja de cartón que había en la zanja de las vías del tren, lo clavó en un árbol, dibujó ojos y boca con la lapicera que siempre tenía en el bolsillo de la camisa. Puso una de las piedras entre el dedo índice y el pulgar en forma de catapulta y tiró contra el cartón. La piedra dio en el árbol.
—Mala puntería —dije.
Nos reímos.
—Hay que practicar Alejandrito, y si le tirás la colilla a los ojos, es un arma letal.
Estuvimos un rato practicando tiro al blanco. Léon festejó mis mejores tiros y yo los suyos hasta que en la cortada se hizo de noche y no podíamos vernos las caras.
A mi padre se le ocurrió que León podría estar por subirse a un micro en la terminal de micros de Retiro. Dejó de ver hacia adelante para mirarme como si quisiera decirme algo, pero no lo hizo y cuando entró en la General Paz bajó la velocidad. Encendió la radio y durante un rato estuvo callado.
Cuando mi padre era chico, León sorteaba cuál de sus hijos irían de vacaciones, les hacía elegir palitos, a los que perdían los dejaba en un internado durante los veranos. No quería tener más hijos, cuatro varones y una mujer eran suficientes, nunca mencionaba al sexto hijo que murió a los seis años por un golpe en la cabeza. Días después del entierro León desapareció, los hijos trataron de consolar a la abuela durante días, pero la abuela lloraba encerrada en la habitación. Así estuvieron un tiempo sin saber nada de él. Meses después la abuela recibió una carta. León estaba en Mar del Plata. Después de leer la carta en silencio la abuela leyó nuevamente en voz alta para que todos los hijos la escucharan. Esa misma tarde sacó un pasaje y lo fue a buscar, León había dejado anotada la dirección en la carta. Lo encontró en una pensión de mala muerte cerca del puerto, parecía un ciruja. La abuela lo convenció de que volviera. Viajaron de regreso esa misma noche. Cuando la abuela entró en la casa, los hijos pensaron que León vendría detrás de ella, pero estaba sola, y sin decir nada se encerró en la habitación.
—Lo voy a meter en un loquero —dice mi padre cuando lo ve.
León está sentado en una mesa junto a la ventana en el bar de la estación de Retiro. Parece un animal abandonado.Tiene una botella de cerveza en frente a él, un atado de 4370 y un encendedor rojo, y un bolso debajo de sus piernas. Lo saludo desde la puerta, al verme sonríe. Va a preguntarme si comí algo, como cuando era más chico y me quedaba a comer en su casa, la abuela había muerto hacía tiempo y León vivía solo en el departamento de la calle Entre Ríos. Sentados en la cocina, con ese olor a pollo hervido que me descomponía, veíamos el zorro. Léon rompía galletas marineras y las dejaba caer en la sopa, después que se enfriase hacíamos ruido para tomarla. Así engañaba al estómago cuando pasaba hambre en Europa.
Cuando me acerco. León se pone los lentes sobre la frente. Se limpia los ojos irritados de llorar con un pañuelo de tela y lo guarda en la manga del saco.
—¿Comiste algo querido?
Digo que sí con la cabeza e intento sentarme.
—Sentate por allá Alejandrito, tengo que hablar con tu viejo.
Mi padre me hace señas con la cabeza, me siento en una mesa detrás de él.
—A ese lugar de mierda no vuelvo.
—¿Le tocaste el culo otra vez?
—Esa no está más, y las que quedaron son todas feas.
—Feas, lindas, no podés tocarles el culo porque se te ocurra.
—Vos me tenés que entender hijito, estar encerrado en ese lugar es como estar muerto, yo no vuelvo te lo aviso.
—¿A dónde vas a ir?
—¿El departamento?
—Está en venta, ya lo hablamos.
El mozo se acerca.
—Nada —dice mi padre.
—Una Fanta —digo.
—Me mojo, ¿querés saber?, me mojo y no puedo contenerme, vas a tener que comprar pañales. ¿Querés que Alejandrito escuche esto?
Mi padre hace señas con la mano.
—Bajá la voz. Debe ser normal, a tu edad.
León se refriega los ojos.
—¿Qué carajos decís?, vos porque no te meas encima. ¿Sabés lo que le hacen a los que se mean en la cama y no se pueden mover?
Mi padre me mira por arriba del hombro de León cuando el mozo apoya la Fanta sobre la mesa.
—Los hacen dormir sentados en las sillas, les cruzan un palo de escoba entre los apoya brazos para que no se levanten.
—¿De dónde sacaste eso?
—Me lo contó el polaco, ese está en silla de ruedas. Se hizo encima y el charco llegó hasta la puerta. No quieren lavar sábanas, ni cambiar a los viejos de noche. Le dijeron de todo, quién lo iba a limpiar, que se comprara un bote. Lo escuché llorar como una mina, y cuando me lo contó, volví a la habitación armé la valija y pensé yo acá no vuelvo más.
—Pagamos mucha plata para que estés bien.
—¡Bien las pelotas!, podría haber seguido en mi departamento.
—Tranquilo viejo. La última vez casi volás por el aire, ¿o te olvidaste?
—La hornalla estaba mal.
—¡Dejaste el gas abierto un día entero!
—Está bien, dejame terminar esta y nos vamos —dice León como si fuera un niño, inclina el vaso y se sirve lo que queda en la botella, enciende un cigarrillo. Toma mirando por la ventana hacia los micros que están parados en las dársenas. Un rato después mi padre paga la cuenta, y tira los cigarrillos a un tacho de basura, agarra el bolso y los tres salimos del bar en fila india. Caminamos por la terminal de Retiro. León va solo adelante.
—No puede volver ahí —digo.
Llegamos al estacionamiento, mi padre abre el baúl, tira el bolso con fastidio y cierra con un golpe.
—Yo me mato antes de usar pañales. —dice León y sube al auto.
Lo escuché cantar durante una reunión con la familia en la casa de mis padres. La comida judía había desfilado desde temprano por las mesas cubiertas con manteles de plástico y sostenidas por caballetes. Las botellas de vino se habían acumulado contra el zócalo de la pared del patio. León tenía la nariz roja de tomar, dijo que iba a cantar una canción en ladino que contaba la historia de un hombre que intentaba dormir a una doncella para que no sufriera. Tenía la camisa abierta, la estrella David brillaba sobre el pecho, la voz blanda, suave, yo no podía sacarle los ojos de encima. El tío le dijo que estaba inventando la letra. León dejó de cantar, dijo algo en turco que nadie entendió. Hubo un silencio incómodo. El tío le respondió en turco, se levantó de la mesa y la tía lo siguió. La discusión siguió en la vereda de la casa de mis padres. León le pidió a mi padre que lo llevara a la casa y la reunión terminó sin que comiéramos el postre.
Mi padre baja el bolso, lo deja en la puerta del geriátrico y ayuda a León a bajar del auto. ¨Hogar dulce hogar¨, dice el cartel al que antes no debí haberle prestado atención.
Una mujer abre la puerta.
—Quiero ver al encargado —dice mi padre.
—El licenciado salió.
—Lo espero.
León saluda a la mujer.
—¿Adónde se había metido abuelito?
—Abuelito las pelotas —responde León.
—Comportate viejo, haceme el favor —dice mi padre.
Nos sentamos en los sillones, ahí esperamos los tres un rato. El encargado no tarda, antes de entrar tira el cigarrillo hacia la calle. Intenta meterse en su oficina y antes de que logre cerrarla mi padre traba la puerta con el pie.
—Usted y yo tenemos que hablar —dice mi padre y cierra con un portazo.
Escuchamos golpes, y el ruido de algo de vidrio que se rompe. El encargado dice que solo es un empleado y mi padre dice que mi abuelo es un hombre mayor que merece respeto. Un hombre se acerca por los ruidos, nos mira con lástima, golpea la puerta de la oficina con timidez, el encargado le dice que se vaya.
León me empuja con el codo.
—Alejandrito, sé bueno comprále cigarrillos al abuelo.
Me muestra un billete arrugado, lo agarro y cuando veo a mi padre salir de la oficina lo guardo en el bolsillo del pantalón.
—¡Esto es lo que lográs, mirá como se puso el nene! —dice León y me limpia las lágrimas.
—¿Qué pasa Ale?
—No podés dejarlo acá —digo y me limpio los mocos con la manga.
—Algún día vas a entender hijo —dice mi padre.
Intenta levantar el bolso y Léon se lo arrebata de la mano.
—¡Yo puedo solo! ¿Qué te pensás?
Camina por el pasillo, levanta la mano para saludar a los que están en el comedor. Cuando cruza la palmera del patio me mira, yo levanto el brazo y él entra en su habitación, y yo no lo sé aún, pero esa es la última vez que lo voy a ver.
¨Las cosas que amábamos¨ es el nombre del primer libro de una trilogía llamada «Detrás del mundo». Una historia sin una línea temporal determinada, sin un principio y sin un final definidos. La trilogía cuenta la vida de Alejandro, el primer niño nacido en una de las comunidades fundadas durante los años 70, criado por jóvenes que jugaron a ser adultos (entre la utopía del hombre nuevo y las grabaciones de Krishnamurti diciéndole al mundo lo equivocado que estaba si elegía el camino de la violencia), pero la violencia estaba ahí, oculta en cada gesto, en cada mirada, en la sospecha, en el temor de los llamados telefónicos, en la vigilia de los adultos que cuidaban a sus chicos en la noche
Tremendo esto cuando sale en papel?
desde acá, Rosario vamo Demián!