Mensajes desesperados

Revista Número 19

Ulises Martino

Es demasiado temprano. La máquina del cerebro ya está funcionando. Por eso prefiero levantarme a las once. Tan solo para que la máquina del pensamiento no se active tan pronto. Es una locura andar pensando a las ocho. O salir a la calle e incrustarme en la marejada humana. Ver a otros conductores, malamente civilizados, avanzando en el tránsito. Teniendo discusiones, tocando bocinazos. Probablemente yendo a un trabajo. Un espectáculo de lo más deprimente. Así no puede haber ningún cambio. 

Levantarse tan temprano es una locura.  Comprobar a las ocho que el mundo seguirá siendo igual de horrible.

Pero esta mañana me privo de ver a los conductores manejando y discutiendo en esquinas. Porque preparo el mate como cada mañana y como un sonámbulo me vuelvo a la cama. Como otro sonámbulo, Román se pasa de su cama a la mía. Tendría que despertarlo para ir a la escuela. Pero en cambio, nos tapamos resguardándonos del frio. 

Balbuceamos alguna conversación, aún sonámbulos. Le ofrezco un mate, no quiere. 

No tengo nada en contra de la mañana. Si se escucha algún pájaro mucho mejor, aunque casi nunca me detengo en si cantan los pájaros. Me gusta la mañana tomando mate, leyendo un libro. La mañana es para estar en silencio. El asunto es que si uno se levanta temprano es para ir a un trabajo, o a llevar niños. Y esa es la peor mañana que existe. Cuando a las ocho terminás metido en el tráfico y entendés la sinrazón del mundo.  

Vuelvo a la cocina a calentar agua. El perro me ladra desde el patio. Lo miro a través de la ventana de la cocina mientras se calienta el agua. Es tan ridículo que esté allí. Lo conocí en Mar del Sud, en el campo. Corría liebres, caballos, tenía amigos perros. Se metía en mi casa. Nos hicimos amigos. Nos pusimos de acuerdo. Una vez me lo traje. 

Ahora está un patio esperando un pedazo de carne. O caricias que no le doy, caricias que antes le daba. Aun así, parece contento.

No entiendo a las personas, pero tampoco entiendo a los perros. 

Cambió nuestra relación. Cuando era libre lo amaba. Ahora depende de mí, si lo dejo suelto se mata. Eso cambia el amor. 

¿Para qué me lo traje?  ¿Para qué quiero un perro? 

Tendría que ser al revés. Soltar a todos los perros para que lleven una vida de perros, no de humanos. Ni siquiera puede escribir o pintar, intentar hacer una vida digna de humanos. 

Otra vez en la cama. Tomo mate, miro el techo. 

Me gusta la mañana en silencio. El asunto es que la noche me encanta. Y entre una que te gusta y una que te encanta, si podés, te inclinás por la que te encanta.

Lo peor de todo es la tarde. Es como una sala de espera, de cualquier cosa que te imagines. Está lentificado el asombro, la imaginación, el descubrimiento. En la noche pasa otra cosa. Todos los que están en el tráfico a las ocho de la mañana parece que no existieran. 

La noche es de los demonios. Hay un punto, una muralla invisible, una frontera que se transforma en promesa. En la noche todo puede volverse mágico.

Tomo mate, miro el techo. Converso ocasionalmente con Román, que se despierta y se duerme intermitentemente. Dos mates más y me duermo. Pongo el despertador a las once, para empezar con el día unas horas más tarde. 

Pero llega un mensaje de mi ex mujer diciendo que le rompieron el auto. Llama, no atiendo. Mensajes desesperados. Me manda fotos de un vidrio roto. Dos o tres audios. La consuelo, por audio. Se quedó sin estéreo. Alguien le rompió el vidrio y se llevó la música. 

Tomo mate. El perro ladra en el patio. Román quiere un mate cocido. Voy y vuelvo. Los dos en la cama. Conversamos. La vida se detiene un segundo en el que nos miramos. 

Es todo lo que puedo arrancarle al sonambulismo, nada que pueda arrancarle al entendimiento.

—Pa.

—¿Qué? 

—Tengo hambre. 

Compartilo 👇

Un comentario

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *