Donde fracasa el que escribe

Revista Número 20

Pablo Ramos

Voy a tratar de desarrollar algo que siempre digo y trato de explicar oralmente en mis talleres, ya que muchos me pidieron que lo haga. La frase que fue la expresión de una idea que me guió y me sigue guiando a la hora de sentarme a escribir: Donde fracasa el que escribe, triunfa la novela.

Para esto primero tengo que decir que la idea de triunfo, en este caso, tiene que entenderse como sinónimo de brote, de nacimiento o, si se quiere de cristalización. Y la idea del fracaso como algo que a priori va a sonar opuesto, pero que en el caso del novelista, no lo es: estancamiento temporal, o laguna circunstancial, o cualquier variante que se les ocurra para definir ese momento en el cual piensan que se han trabado, que no pueden seguir luego de una frase o una conclusión tipeada en la máquina casi en estado de transe y que al dejarnos rendidos pensamos que fue el último suspiro de un discurso que tan solo nos condujo a otro callejón narrativo sin salida y al más absoluto estado emocional de perfecto vacío. O sea, el caso recurrente y nada original del escritor que, tras haber escrito algunas páginas con entusiasmo y esperanza se siente más lejos de eso que busca que antes de haber comenzado a escribir. Y que luego de detenerse, instante tras instante de silencio, le van susurrando la certeza de que nunca hubo nada, de que tan solo fue otro de sus tantos espejismos que suele perseguir hipnotizado por el entusiasmo inicial y disuelto nomás las palabras intentaron encontrar la manera de convertirlo en materia palpable, concreta, o sea, en literatura buena o al menos eficaz. 

Es algo que nos pasa todo el tiempo, que nadie busca conscientemente y que está bien que no se busque. No tiene nada que ver con ese supuesto y romántico temor de la página en blanco. Y es algo aún más temido, es el terror de la página parcialmente escrita, de la historia fallida, de esa prueba contundente de que la motivación que nos llevó a escribir fue falsa o, al menos, fue insuficiente; y que por lo tanto nuestro texto, y tal vez hasta nosotros mismos, carecemos de todo valor, carecemos de toda posibilidad de alcanzar la belleza.

No digo que haya casos en que esto no sea cierto, en que haya una enorme parte de verdad, pero en esos casos ¿no creen que sería poco probable que el escritor imposibilitado de logar el texto que pretende, o sea, el escritor carente de talento o de inspiración, pueda definir su fracaso de esta manera, pueda tan siquiera verlo? ¿Puede alguien sin ningún talento tener la capacidad de abstracción y de crítica que lo conduzca a ese entendimiento?

 Yo no lo creo. Por otra parte pienso que la literatura es un hecho en esencia colectivo, y que por eso funcionan los buenos talleres de lectura y crítica, porque es muy difícil ser el único ojo crítico de eso que escribimos, que tanto nos entusiasma, que tanto nos convence o que al menos, tanto nos representa. Cualquier persona que escriba, tenga la calidad que tenga necesita de sus lectores de confianza, necesita que otro ojo tironee de su certeza para volverse a posar en ese lugar imprescindible que todo escritor de ficción tiene que cuidarse de no abandonar: la incertidumbre. Porque es desde ese lugar, artificial y por supuesto, construido, que se puede tener la flexibilidad de ir de lado a lado, que se puede escribir con pluralidad de sentido pero buscando el efecto único, la resolución perfecta, ese lugar es el de la incertidumbre. La incertidumbre postural es necesaria para que nuestro narrador medio no persiga el fantasma del ego, del manejo del lenguaje por sobre el desarrollo y la expresión del personaje, es el personaje, los personajes, los que hacen andar a esa maquinaria, los que le dan sentido al sistema de símbolos e imágenes que tímidamente debemos convocar para que sea el lector el que arme la versión final que está muy dentro de las palabras. Por eso se debe escribir en trazo grueso, sin descripciones ni definiciones, sin enunciaciones ni aclaraciones, sino, por el contrario, como diría Abelardo Castillo, se debe escribir como si se le volviera a contar la historia a una persona que ya la sabe, que la ha escuchado una o más veces. Casi pidiendo permiso, casi rogando en silencio, que nos permita llegar hasta el final una vez más.

Pero volvamos al momento este sobre el cual quiero reflexionar: el supuesto estado de congelamiento. ¿Qué es lo que realmente pasa cuando nos quedamos trabados y no podemos seguir la historia? En primera instancia puede que exista la posibilidad de que esa historia haya sido solo una ilusión y que realmente no haya cuento ahí. Pero si la motivación es fuerte y el deseo de escribir sigue presente, podría tratarse de algo más profundo, más primario. Pero el problema es que, en esos casos, se suele abandonar, empezar otra cosa o dejar un blanco de tres renglones y continuar más adelante como si el abismo que marcan los reglones sea solo un salto en el papel impreso, o mucho peor: rodear con retórica o recursos narrativos ese abismo al que deberíamos considerar sagrado y que no podemos soportar por el hecho concreto y manifiesto de que no podemos entenderlo. En este caso hasta negamos que pese a no entenderlo podemos sentirlo y por lo tanto su existencia es real, innegable. El error es entender la literatura como un hecho plenamente intelectual, sin ver que lejos de ser los creadores de algo salido de nuestro interior, somos lo vehículos necesarios para comunicar algo que nos excede. De no ser así, podría por ejemplo Stig Dagerman haber escrito su cuento “Matar a un niño”, sin haber perdido un hijo en un accidente automovilístico, o sin haber atropellado él mismo a un niño. Podría Abelardo Castillo haber escrito El que tiene sed sin la consciencia terrorífica de no entender por qué tuvo en una época esa relación con la bebida, sin ningún motivo aparente, sin pretender experimentar para luego escribir un libro, o sea, podría haber sido un ensayo sobre alcoholismo y o una novela sobre el miedo a la muerte. Si ya estaba escrito Bajo el volcán, y ya estaba escrita La náusea. Pero nadie escribe un libro, ningún gran escritor tiene ideas literarias, los grandes escritores y escritoras carecen de ideas, porque le dedican la vida a alimentar una sola idea, y al no poder nombrarla de frente, porque lo innombrable no tiene nombre, se escribe tan solo para que lo innombrable al menos tenga sentido. Por supuesto que no hablo de toda literatura, solo de esa que a mí me convoca.

Yo empiezo el cuento en un cuaderno de hojas lisas con la frase Escribo porque me vieron, tuve un descuido y me vieron. Ahora, si al personaje lo vieron, ¿para qué o para quién escribe? No escribe para entender, ya que no hay nada que entender. Ni para dejar una nota, ya que no piensa matarse. No escribe para disculparse ni para pedir perdón, escribe porque lo que queda es escribir. Porque todo lo que se presume real no tiene sentido, porque él tan solo optó por una variante del sin sentido que fue la de tirar huevos a la calle, porque para cagar se inventó un lugar privado, un lugar que se puede usar siempre y cuando la mierda salga del culo, pero si es otro tipo de mierda que como toda mierda tiene que ser expulsada, pero en este caso sale de otro lado, ahí a uno lo encierran. 

El mundo está hecho para los ganadores y los exitosos y entonces si buscamos la expresión de los que pierden, de los solitarios y los malcasados, porque en la instancia de esa supuesta búsqueda que se traba no nos detenemos a observar. Porque no imaginamos que ahí puede o debe estar el corazón del conflicto. El punto de no retorno, la grieta insondable. Es porque nuestra vanidad luego de haber florecido ya está dando sus manzanas podridas. Porque a todos nos gustaría escribir como Kafka siempre y cuando no paguemos el precio que él pagó, el precio de ser Kafka. Y participamos de debates en donde nos preguntamos si Max Brod hizo bien o no, y sabemos la respuesta: la respuesta es ojalá yo tenga un Max Brod, le pida que queme toda mi obra y que él la publique y que yo pueda ver todo eso desde algún lugar más allá de la muerte. Eso nos gustaría, pero jamás vamos a admitir eso, porque nos conviene decir que somos ateos, menos el whisky irlandés y los gatos callejeros, fingiendo ser incomprendidos cuando todavía ni siquiera hayamos terminado un puto cuento de nuestras supuestas obras completas. 

Y no está mal pensar así, es una forma de romanticismo y de inocencia. El problema es que confundimos eso que Borges aconsejó. Armarse una mitología y escribir desde ella no es quedarse en la vanidad de las palabras habladas en grupos literarios de encuentros semanales. No es la búsqueda a toda costa de una notoriedad inmediata, no es, en definitiva, esto que tan seguido pasa en los ambientes literarios de hoy en día. Nadie hoy, ningún escritor consagrado o no, tiene las pelotas que tuvo Roberto Arlt, y nadie fue tan atacado, nadie sigue siendo tan atacado, tan leído a medias. Bueno, tal vez Borges. Entonces lo que propongo es quedarse en ese blanco, y reposar nuestra mirada espiritual todo el tiempo que haga falta sin pensamientos, esperando la revelación de algo que seguro existe ahí en el fondo de esa caverna que por alguna razón hemos intuido, esperar como un místico por el saber no sabido que podría llegar a venir desde el más allá de las palabras escritas, porque aún no tiene nombre, porque lo sublime es innombrable.

Tal vez, suene poco práctico o suene a ontología casera o de apuro, más de una vez escuché críticas que considero de clase a determinados textos que yo escribí. A muchos no les gusta que suene académico, ni supongo pretenderlo. Naturalismo es la palabra que usan los críticos de crisis para definir o simplificar la búsqueda que emprendo en los llamados lugares comunes. Por ejemplo escribir que “se me llenaron los ojos de lágrimas”, eso que escribí en una crónica y también podría ir en una canción de Pimpinela, o de Sandro o en la mirada de un padre que recibe por primera vez a su hija recién nacida. El lugar común es lo común a todos, sin embargo decirlo o repetirlo no causa nada, o casi nada de la misma manera. Pero tal vez en un contexto apropiado… no sé… suceda algo hermoso. 

La diferencia entre lo vivido y lo dicho de esa manera es tan grande como la diferencia entre pararse en el Machu Pichu y ver una fotografía en un celular. Está todo pero falta todo, y la pregunta es: ¿aspira el arte, o debe aspirar la literatura a igualarse con la realidad?, ¿debe competir con ella?, ¿debe superarla? Por supuesto que no, debe buscar ser el milagro que convierta a lo subjetivo en absoluto, anunciando que es artificial, diciendo que es mucho menos, que es apenas un rasgo de eso que yo sentí frente a tal o cual vivencia. Y garantizando que siempre va a ser preferible el fracaso, del hecho estético al triunfo parcial que puede dar el uso de un recurso o de un estilo a priori o de una obligación auto forzada a cumplir determinados parámetros de contemporaneidad. Lo que quiero decir, es que ese tipo de escritor que muchas veces elige tal o cual género literario naturaliza la artificialidad y por lo tanto es el verdadero naturalista. Nada más natural que pensar que desde el lenguaje puedo construir el contexto o la estructura. Naturalista, cobarde y torpe es como veo a un naturalista que ha provisto de puntos y comas un párrafo, para complicar la lectura y pretender con eso destruir tal o cual estructura o una supuesta complejidad de quien lo está leyendo. Forma y contenido en literatura van por carriles distintos, pero es cobarde el escritor que piensa que esos carriles distintos no convergen o deben converger en una unidad, en una comunión de partes como el vino y el pan en una misa católica. El cuerpo y la sangre son forma y contenido en ese rito y simbolizan la vida y el sacrificio y la común unión se produce en el que recibe las dos partes y las siente un solo acto, un solo don, una sola gracia. La vida. 

Entonces va el ejemplo de lo que hace poco me acaba de pasar: desde que mi hermana murió me propuse escribir su novela, justo yo que no soy un escritor de oficio, quiero decir que no me funciona proponerme escribir algo o al menos casi nunca me funciona. Pero ante la desesperación de que ella desaparezca de mi día a día (dejar de nombrarla) me propuse escribir una novela, nuevo en el oficio de escribir por encargo (auto encargo). Escribí el titulo Media Verónica en el umbral, cinco palabras por mí y por la ilusión de que Calamaro escribió esa canción por ella. 

Empecé en el lugar común, ese lugar que siempre exploro y que sé por experiencia por los libros que leí que puede convertirse en un hecho estético si tan solo puedo ubicarlo en el contexto exacto, distinto del habitual porque sé que lo que hace común a las cosas es el contexto, el lugar en el cual reposan la tensión o presión que ejercen en el lector. Y esto sí que lo sé por oficio, si la última palabra de un libro o un cuento coincide con la llegada o la última asimilación o la última información que el lector recibe y logramos que en el lector se unan cuerpo y alma en la última palabra del cuento o de la novela y esto se logra dejando de informar en el anteúltimo párrafo. Y esto se lo debo a mi madre que en mi novela El origen de la tristeza uno lo logra todo. 

Me detengo un poquito acá para explicar cómo aprendí esto. Mi mamá hace las mejores berenjenas al escabeche del mundo y siempre que viene a mi casa de Paternal lo hace atravesando Avellaneda en el colectivo 24, desde Avellaneda esto le lleva al menos una hora y media. Cuando llega la estamos esperando con un kilo de pan y 20 de hambre, desesperados mis hijos y yo nos tiramos encima y ella nos ataja con la misma frase: “Dejen que termine de llegar”. 

Después de prepararse el mate, de tomar el primer mate suspira y abre el tarro de berenjenas. Y yo lo entendí, mi madre bajó del colectivo, pero el alma de mi madre siguió seguro hasta Villa del Parque, cuando se junta su alma con su cuerpo ella termina de llegar. De la misma manera a un lector, hay que dejar de informar un par de frases antes de que terminen las palabras para que su cuerpo siga leyendo palabras que no informan hasta que su alma lo alcance en el punto final de un libro. 

En la novela que les dije escribo un capítulo: Verónica está frente a una puerta entreabierta cansada de un viaje que no recuerda bien, por supuesto está muerta (ese es el lugar común) y por supuesto no lo sabe (ese es el otro lugar común). A esos dos lugares comunes se le suman el lugar común de la puerta como símbolo después de la vida. Qué escritor naturalista que soy, ¿no?

No hermano, sencillamente deseo con toda mi alma que exista la vida después de la vida, volver a ver a mi hermana alguna vez, y desearía con toda mi alma si eso sirviera para algo que los reyes magos no fueran los padres y que los justos reciban un premio y los injustos la hoguera del infierno. ¿Qué querés que te diga? Entonces ya la propuesta es sincera con lo que soy, con lo más común y corriente que soy y la valentía es enfrentarme a eso. Entonces, esa puerta en mi capítulo separa o une, tendemos a pensar que las puertas separan habitaciones cuando en realidad las une. Tenemos dos lugares exactamente iguales: un lugar descampado donde está Verónica de tierna luz de atardecer y cielo celeste y otro detrás de la puerta de misma luz de atardecer y cielo celeste. En mi capítulo ella habla hasta el punto de preguntarse si debe o no atravesar la puerta y abre hasta ahí, porque es un callejón sin salida para mi novela. Si no cruza la puerta se termina la novela y si la cruza también, entonces ¿qué? ¿Y acá sigo por otro lado? ¿Busco otra idea? No, me dije. Vivís diciendo donde fracasa la escritura triunfa la novela. O hablás al pedo o te quedás ahí.

Prefiero que mi hermana sea imposible a que sea una posible novelita alternativa. Pero algo pasó, un mes deprimido y en la cama fue el precio de eso que pasó. Vi por casualidad el principio de una película japonesa o coreana, no sé. Me aburren todas por igual. Otoño, primavera, verano y otoño otra vez. En el principio de esa película un maestro o un abuelo caminan por un prado hasta una laguna, todo el tiempo para pasar a una laguna abren una puerta en el medio de la nada, una puerta en el medio del campo, nunca pasan por el costado, podrían hacerlo perfectamente, nunca la dejan abierta ni la golpean ni explican nada. La puerta está ahí y entonces pasan por la puerta. Es evidente que entran o salen de algún lugar, es evidente. No se lo cuestionan, lo hacen, y entonces dije yo: “Qué raro que al cruzar por primera vez la puerta la película no se termine como mi novela”, hasta que dije yo: “No es la misma puerta, es siempre una distinta” y recordé la idea del infinito de los pre socráticos. Ante la puerta por el infinito la respuesta fue: si termina debe tener una pared o algo. Si uno llegara a esa pared y la subiera (la pared no debería ser infinita en un mundo que no es infinito) y parado sobre esa pared uno tirase una flecha con su arco, podrían pasar dos cosas: la flecha seguiría eternamente por lo tanto el mundo sería infinito o chocaría con esa pared, uno iría a esa pared y etc, etc… de todas maneras el mundo es infinito. Y solución al callejón sin salida. Qué boludo que soy, por qué tiene que haber una sola puerta en la novela de mi hermana. No es el lenguaje la luz que crea el espacio tiempo literario sino la estructura que no es otra cosa que el tamaño del amor y la desesperación del hombre que escribe.

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