La vida intensa y suntuosa de lo banal

Revista Número 20

Por Mario Vargas Llosa

La señora Dalloway relata un día corriente en la vida londinense de Clarissa Dalloway, una desvaída dama de alcurnia casada con un diputado conservador y madre de una adolescente. La historia comienza una soleada mañana de junio de 1923, con un paseo de Clarissa por el centro de la ciudad, y termina esa misma noche, cuando están comenzando a retirarse de casa de los Dalloway los invitados a una fiesta. Aunque en el curso del día sucede un hecho trágico —el suicidio de un joven que volvió de la guerra con la mente descompaginada— lo notable de la historia no es ese episodio, ni la miríada de pequeños sucesos y recuerdos que la componen, sino que toda ella esté narrada desde la mente de los personajes, esa sutil e impalpable realidad donde lo vivido se vuelve idea, goce, sufrimiento, memoria.

El libro apareció en 1925 y fue el primero de las tres grandes novelas —las otras son To the Lighthouse y The Waves— con que Virginia Woolf revolucionaria el arte narrativo de su tiempo, creando un lenguaje capaz de fingir persuasivamente la subjetividad humana, los meandros y ritmos escurridizos de la conciencia. Su hazaña no es menor que las similares de Proust y de Joyce, a las que complementa y enriquece con un matiz particular: el de la sensibilidad femenina. Sé lo discutible que puede ser el adjetivo «femenina» aplicado a una obra literaria y acepto que en innumerables casos resulta arbitrario utilizarlo. Pero en libros como La princesse de Clèves, o autoras como Colette o Virginia Woolf, me parece insustituible. En La señora Dalloway la realidad ha sido reinventada desde una perspectiva en la que se expresan no exclusiva pero sí principalmente la idiosincrasia y la condición de la mujer. Y son, por eso, las experiencias femeninas de la historia las que más vívidamente perduran en el recuerdo del lector, por la verdad esencial que parece animarlas, como el de aquella fugaz y formidable anciana, la tía de Clarissa, señorita Helena Parry, que, a sus ochenta y pico de años, en la turbamulta de la fiesta, sólo recuerda de la Birmania donde vivió de joven, las salvajes y esplendorosas orquídeas que arrancaba y reproducía en acuarelas.

A veces, en las obras maestras que inauguran una nueva época en la manera de narrar, la forma descuella de tal modo sobre los personajes y la anécdota que la vida parece congelarse, evaporarse de la novela, y desaparecer devorada por la técnica, es decir, por las palabras y el orden o desorden de la narración. Es lo que acontece, por ejemplo, por momentos, en el Ulises de Joyce, y lo que lleva a orillas de la ilegibilidad a Finnegan’s wake. En La señora Dalloway no sucede nada de eso (aunque en To the Lighthouse y, sobre todo, en The Waves, estuvo a punto de suceder): el equilibrio entre la manera y la materia del relato es absoluto y nunca tiene el lector la sensación de estar asistiendo a lo que también es el libro, un audaz experimento; únicamente, al delicado e incierto tramado de ocurrencias que protagoniza un puñado de seres humanos en una cálida jornada de verano, por las calles, parques y viviendas del centro de Londres. La vida está siempre allí, en cada línea, en cada sílaba del libro, desbordante de gracia y de finura, prodigiosa e inconmensurable, rica y diversa en todos sus instantes y posturas. «Beauty was everywhere», piensa, de pronto, la extraviada cabeza de Septimus Warren Smith, a quien el miedo y el dolor llevarán a matarse. Y es verdad; en La señora Dalloway el mundo real ha sido rehecho y perfeccionado de tal manera por el genio deicida del creador que todo en él es bello, incluido lo que en la deleznable realidad objetiva tenemos por sucio y por feo.

Para conquistar su soberanía, una novela debe emanciparse de la realidad real, imponerse al lector como una realidad distinta, dotada de unas leyes, un tiempo, unos mitos u otras características propias e intransferibles. Aquello que imprime a una novela su originalidad —su diferencia con el mundo real— es el elemento añadido, suma o resta que la fantasía y el arte del creador llevan a cabo en la experiencia objetiva e histórica —es decir, en lo reconocible por cualquiera a través de su propia vivencia— al transmutarla en ficción. El elemento añadido no es nunca sólo una anécdota, un estilo, un orden temporal, un punto de vista; es, siempre, una compleja combinación de factores que inciden tanto en la forma como en la anécdota y los personajes de una historia para dotarla de autonomía. Sólo las ficciones fracasadas reproducen lo real; las logradas lo aniquilan y transfiguran.

El embellecimiento sistemático de la vida, gracias a su refracción en sensibilidades exquisitas, capaces de libar en todos los objetos y en todas las circunstancias la secreta hermosura que encierran, es lo que confiere al punto de La señora Dalloway su milagrosa originalidad. Así como la anciana señorita Parry ha abolido de sus recuerdos de Birmania todo, salvo las orquídeas y unas imágenes de desfiladeros y culis, el mundo de la ficción ha segregado del real el sexo, la miseria y la fealdad y metamorfoseado todo lo que de alguna manera los recuerde en sentimiento convencional, alusión intrascendente o placer estético. Al mismo tiempo, intensificaba la presencia de las cosas ordinarias, de lo banal, de lo intangible, hasta vestirlos de una insospechada suntuosidad e impregnarles un relieve, una palpitación vital y una dignidad inéditos. Esta transformación «poética» del mundo —por una vez el calificativo resulta inevitable— es radical y, sin embargo, no resulta inmediatamente perceptible, pues, si lo fuera, daría al lector la impresión de un libro hechizo, de una forzada tergiversación de la vida real, y La señora Dalloway, por el contrario, como ocurre siempre con las ficciones persuasivas —esas mentiras tan bien hechas que pasan por verdades—, parece sumergirnos de lleno en lo más auténtico de la experiencia humana. Pero lo cierto es que la reconstrucción fraudulenta de la realidad que el libro opera, reduciendo aquélla a pura sensibilidad estética del mayor refinamiento, no puede ser más profunda ni total. ¿Por qué no es evidente de inmediato esta prestidigitación? Por la rigurosa coherencia con que está descrita —mejor dicho, inventada— la irrealidad donde transcurre la novela, ese mundo en el que todos los personajes sin excepción gozan de la maravillosa aptitud de detectar lo que hay de extraordinario en lo vulgar, de eterno en lo efímero y de glorioso en la mediocridad, ni más ni menos que la propia Virginia Woolf. Pues los seres de esta ficción —de todas las ficciones— han sido fraguados a imagen y semejanza de su creador.

Pero ¿son en verdad los personajes de la novela quienes están ornados de este singular atributo o lo está, más bien, aquel personaje que los relata, los dicta y a menudo habla por su boca? Me refiero al narrador —aquí convendría hablar de la narradora— de la historia. Éste es, siempre, el personaje central de una ficción. Invisible o presente, uno o múltiple, encarnado en la primera, la segunda o la tercera persona, dios omnisciente o testigo implicado en la novela, el narrador es la primera y la más importante criatura que debe inventar un novelista para que aquello que quiere contar resulte convincente. El huidizo, ubicuo y protoplasmático narrador de La señora Dalloway es el gran éxito de Virginia Woolf en este libro, la razón de ser de la eficacia de su magia, del irresistible poder de persuasión que emana de la historia.

El narrador de la novela está siempre instalado en la intimidad de los personajes, nunca en el mundo exterior. Lo que nos narra de éste llega a nosotros filtrado, diluido, sutilizado por la sensibilidad de aquellos seres, jamás directamente. Son las conciencias en movimiento de la señora Dalloway, de Richard, su marido, de Peter Walsh, de Elizabeth, de Doris Kilman, del atormentado Septimus o de Rezia, su esposa italiana, la perspectiva desde la cual va siendo construida aquella cálida mañana de estío, trazadas las calles londinenses con su algarabía de bocinas y motores, verdecidos y perfumados los parques por donde transitan los personajes. El mundo objetivo se disuelve en esas conciencias antes de llegar hasta el lector, se deforma y reforma según el estado de ánimo de cada cual, se añade de recuerdos e impresiones y se afantasma con los sueños y fantasías que suscita en las mentes. De esta manera, el lector de La señora Dalloway nunca está personalmente encarado con la realidad primera donde tiene lugar la novela, sólo con las diferentes versiones subjetivas que de ella tejen los personajes. Esa sustancia inmaterial, huidiza como el azogue, y sin embargo esencialmente humana —la vida hecha recuerdo, sentimiento, sensación, deseo, impulso—, es el prisma a través del cual el narrador de La señora Dalloway va mostrando el mundo y refiriendo la anécdota. Y a ello se debe la extraordinaria atmósfera que, desde las primeras líneas, consigue la novela: la de una realidad suspendida y sutil, en la que la materia parecería haberse contaminado de cierta idealidad y estar disolviéndose íntimamente, dotada de la misma calidad evasiva que la luz, que los olores, que las tiernas y furtivas imágenes de la memoria.

Este clima o ámbito inmaterial, evanescente, del que nunca salen los personajes da al lector de La señora Dalloway la impresión de hallarse ante un mundo totalmente extraño, pese a que las ocurrencias de la novela no pueden ser más triviales ni anodinas. Muchos años después de publicado este libro, una escritora francesa, Nathalie Sarraute, se empeñó en describir en una serie de ficciones los «tropismos» humanos, aquellas pulsiones o movimientos instintivos que preceden a los actos y al mismo pensamiento y que establecen un tenue cordón umbilical entre los seres racionales, los animales y las plantas. Sus novelas, interesantes, pero que nunca fueron más que atrevidos experimentos, tuvieron la virtud, en lo que a mí se refiere, de enriquecerme retroactivamente la lectura de esta novela de Virginia Woolf. Ahora, que la he releído, no tengo ninguna duda: probablemente sin proponérselo, ella logró en La señora Dalloway describir esa misteriosa y recóndita agitación primaria de la vida, los «tropismos», en pos de los cuales —aunque con menos éxito— elaboraría toda su obra varias décadas más tarde Nathalie Sarraute.

El repliegue en lo subjetivo es uno de los rasgos del narrador; otro es desaparecer en las conciencias de los personajes, transubstanciarse con ellas. Se trata de un narrador excepcionalmente discreto y traslaticio, que evita hacerse notar y que está saltando con frecuencia —pero siempre, tomando las mayores precauciones para no delatarse— de una a otra intimidad. Cuando existe la distancia entre el narrador y el personaje es mínima y constantemente desaparece porque aquél se esfuma para que éste lo reemplace: la narración se vuelve entonces monólogo. Estas mudanzas ocurren a cada paso, a veces varias en una misma página, y, pese a ello, apenas lo advertimos, gracias a la maestría con que el narrador lleva a cabo sus transformaciones, desapariciones y resurrecciones.

¿En qué consiste esta maestría? En la sabia alternancia del estilo indirecto libre y del monólogo interior, y en una alianza de ambos métodos narrativos. El estilo indirecto libre, inventado por Flaubert, consiste en narrar a través de un narrador impersonal y omnisciente — es decir, desde una tercera persona gramatical— que se coloca muy cerca del personaje, tan cerca que a veces parece confundirse con él, ser abolido por él. El monólogo interior, perfeccionado por Joyce, es la narración a través de un narrador personaje —el que narra desde la primera persona gramatical— cuya conciencia en movimiento es expuesta directamente (con distintos grados de coherencia o de incoherencia) a la experiencia del lector. Quien cuenta la historia de La señora Dalloway es, por instantes, un narrador impersonal, muy próximo al personaje, que nos refiere sus pensamientos, acciones, percepciones, imitando su voz, su deje, sus reticencias, haciendo suyas sus simpatías y sus fobias, y es, por instantes, el propio personaje cuyo monólogo expulsa del relato al narrador omnisciente.

Estas «mudas» de narrador ocurren innumerables veces en la novela, pero sólo en algunas ocasiones son evidentes. En muchas otras no hay manera de determinar si quien está narrando es el narrador omnisciente o el propio personaje, porque la narración parece discurrir en una línea fronteriza entre ambos o ser ambos a la vez, un imposible punto de vista en el que la primera y la tercera persona gramaticales habrían dejado de ser contradictorias y formarían una sola. Este alarde formal es particularmente eficaz en los episodios relativos al joven Septimus Warren Smith, a cuya desintegración mental asistimos, alternativamente, desde una vecindad muy cercana o la compartimos, absorbidos, se diría, gracias a la astuta hechicería del lenguaje, por el insondable abismo de su inseguridad y de su pánico.

Septimus Warren Smith es un personaje dramático, en una novela donde todos los demás tienen vidas convencionales y previsibles, de una rutina y aburrimiento que sólo el vivificante poder transformador de la prosa de Virginia Woolf llena de encanto y misterio. La presencia de este pobre muchacho que fue como voluntario a la guerra y volvió de ella condecorado y, en apariencia, indemne, pero herido en el alma, es inquietante además de lastimosa. Porque deja entrever que, pese a tantas páginas dedicadas a ensalzarlo en lo que tiene de hermoso y de exaltante, no todo es bello, ni ameno ni fácil ni civilizado en el mundo de Clarissa Dalloway y sus amigos. Existen, también, aunque lejos de ellos, la crueldad, el dolor, la incomprensión, la estupidez, sin los cuales la locura y el suicidio de Septimus resultarían inconcebibles. Están mantenidos a distancia por los ritos y la buena educación, por el dinero y la suerte, pero los rondan, al otro lado de las murallas que han erigido para ser ciegos y felices y, en ciertos momentos, con su acerado olfato, Clarissa lo presiente. Por eso la estremece la imponente figura de Sir William Bradshaw, el alienista, en quien ella, no sabe por qué, adivina un peligro. No se equivoca: la historia deja muy claro que si al joven Warren Smith lo desquicia la guerra, es la ciencia de los psiquiatras la que lo hace lanzarse al abismo.

En alguna parte leí que un célebre calígrafo japonés acostumbraba macular sus escritos con una mancha de tinta. «Sin ese contraste no se apreciaría debidamente la perfección de mi trabajo», explicaba. Sin la pequeña huella de cruda realidad que la historia de Septimus Warren Smith deja en el libro, no sería tan impoluto y espiritual, tan áureo y tan artístico el mundo en el que nació —y contribuye tanto a crear— Clarissa Dalloway.

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