Stazione di Venezia Santa Lucia

Revista Número 20

Daniel Tevini

Pensaba en Lolita, al que no se le perdonaba que un personaje ímprobo, sea un esteta e hiciera una lectura cínica de los usos estéticos de un país, más aún cuando quien lo escribía era un extranjero. Pensaba, después, en otro personaje, el Sócrates de Platón, que por carecer de sutilezas y contradicciones, siempre sería harina de un mismo costal y resultaba irónico que el pensamiento, en Occidente, se sostuviera de un personaje mal elaborado. Pensé, también, cuando llegó a mis manos, Nadie encendía las lámparas, e iluminó mi cabeza como un rayo, se podía vagar por la escritura para hablar sobre nada y resultaba hermoso. Pensé, finalmente, en ese libro que para mí fue el libro de los libros, porque acaso conversamos demasiadas veces juntos: Muerte en Venecia, ese otro lado del espejo donde se mira Lolita. Estábamos en el Florian, en Piazza San Marco y habíamos hablado de lecturas. Detrás de los ventanales, llovía. Un par de días atrás, caminábamos por Venecia tratando de reconstruir los pasos que había dado Tadzio filmado por Visconti. Íbamos solos, armados de una cámara de fotos para registrar lugares, tratando de emular las mismas tomas del viejo Luchino: un sueño imposible. Llevábamos en un cuaderno anillado, las locaciones anotadas. Era fácil perderse a cada rato y acabar dando círculos, vueltas y más vueltas por los mismos canales. Vagábamos, como ese personaje de Felisberto Hernandez que va entre habitaciones y cuartos donde nadie enciende las lámparas, sin saber muy bien qué hacer. Quizá ambicionábamos descubrir una lógica secreta para los escenarios que fuera más allá de un espacio lo suficientemente abierto como para que quepa un equipo de filmación. Un rosetón sobre la entrada de un edificio nos miraba con recelo para indicarnos que por allí ya habíamos pasado, o era una columna raquítica de humedad, o la mancha en la pared donde una grieta había dado nacimiento a unos helechos retorcidos. Era invierno, el frío se colaba entre los palacios ducales, las manos se me helaban. Uno de los primeros lugares que hallamos fue ese pozo ciego, esa cisterna, el aljibe cerrado a la vida pero abierto a la noche en donde Aschenbach se recuesta y la tintura en su pelo se intensifica frente a las perlas del sudor. En nuestras fotos tratábamos de que el otro asumiera la postura del personaje citado, ninguno de los dos se atrevió a hacer de Aschenbach. Yo ya era demasiado adulto y no me animaba a tolerar tanta decadencia y vos, quizá, demasiado joven, como para tan siquiera conjeturarla. En el encuadre, se me coló de pronto una Lolita, debí dejarla pasar, Visconti no la hubiera consentido en su película. Ya habíamos andado unas tres horas, era la siesta, Venecia, se recostaba sola en su silencio. Se oía el borboteo mínimo del oleaje que producen esas barcas con forma de ataúd, animadas por la voz de algún gondolero que entonaba una canzonetta. Era la hora cansada donde los postigos se pliegan, las matronas se duermen y los turistas díscolos se refugian en los bares de los hoteles a beber. Y nosotros que manteníamos nuestra cacería edilicia, que andábamos a la búsqueda de aquel mapa oculto. Doblamos en una calle y apareció una galería, con su pared cadavérica y sus columnas lastimadas de agua, en las que Tadzio se detiene y espera a que lo alcancen, como quién intenta beberse la vida de un trago pero a último momento se arrepiente. Agarraste el cuaderno anillado entre tus manos y marcaste ese lugar, un punto tachado en nuestra nómina secreta. Seguimos. A partir de esa galería, de pronto, los lugares comenzaron a mostrase en una sucesión que no podía ser fortuita, respirábamos agitados, el mapa resplandecía. Se dibujaba en nuestras mentes una rosa de los vientos y no era la rosa de los Tudor que anudara la de Lancaster con la de York, esta rosa se abría ante nosotros en forma de espiral y desde un único centro: el teatro La Fenice. Cada pétalo comenzaba a ser una curva que nos llevaba hacia ese punto donde Visconti montara algunas óperas y la Callas debutó en el papel de Isolda. Visconti también había dirigido a la Callas, la dotó de una mesura socrática que su personalidad no poseía, a pesar de sus orígenes griegos. Atardecía, la ansiedad aunque satisfecha era una felicidad renga: tenía las patas impares. Volvimos al hotel, tachamos de la lista esos lugares sagrados, nos quedaban unas fotos y un cúmulo de fantasmas que volaban sobre el cielo atardecido. Cenamos con vistas al Gran Canal, las luces parpadeaban a lo lejos. “Mañana anuncian lluvia”, nos comentó un camarero al pasar por la mesa. Nos quedaba ir al Lido, la playa donde Aschenbach lo ve por última vez, las curvas más abiertas de esa rosa espiralada. Dormimos, navegamos entre sueños hasta el próximo día, nos despertó la lluvia y una rutina incierta: “Venecia está inundada”, nos advertía el conserje antes de salir. El agua borboteaba por las alcantarillas y crecía en lagunas caprichosas allí donde antes no había nada. Nos espejábamos. Salíamos en dirección hacia la Piazza San Marco y señalé el Florian. Caminamos de a trechos, corremos, nos mojamos. Sacamos bajo el cielo tormentoso el cuaderno con hojas anilladas buscando a donde ir, la lluvia desdibuja la tinta de las letras. Entramos al Florian, buscamos una mesa y abrimos el cuaderno, se pierde nuestro mapa, se ahoga en el presente: las hojas son los pétalos que caen a la nada del piso de un café.

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