Una fiesta constante

Revista Número 20

Cecilia Garino

Cuando entré a la estación de ómnibus de Retiro me sorprendí. No estaba sucia. Había suficientes asientos y a pesar del frío de abril y de la noche, adentro se estaba bien. Compré cigarrillos para fumar el último antes de subir al micro.  

Salí al andén, di una primera pitada y en uno de los televisores leí el horario de las partidas. El micro salía con retraso.   

Estaba en la estación para irme de Buenos Aires. Pablo se había despertado una mañana y se había dado cuenta de que necesitaba otra vida. Me lo dijo en el auto sin apagar el motor. Ni siquiera quiso subir a mi departamento a buscar sus cosas. Dijo que necesitaba reinventarse.  Convertirse en otro. Desde ese momento no supe qué hacer. Me atormentaba la incógnita, ¿qué significaba reinventarse? Era fotógrafo de prensa, ganaba el doble que la mayoría de nuestros amigos y siempre había tenido suerte con las minas. Quedaba una posibilidad. Necesitaba alguien mejor que yo. Y a mí no se me ocurría por dónde empezar. Decidí tomarme un tiempo. Pedí que me adelantaran las vacaciones, cerré mi departamento, me fui.  

El retraso del micro me permitió fumar cinco cigarrillos. Suficientes para que la estación comenzara a molestarme. Miraba las caras y nadie parecía del todo feliz. Mi reflejo en uno de los ventanales. La mujer que a los veintiocho años había permitido que todo se esfumara en el aire.

Cuarenta y dos horas después llegué a Itaipuazu. Un pueblo del otro lado de la Bahía de Guanabara en Río de Janeiro, donde viven mis tíos. No fue la primera vez que padecí un shock de ansiedad. Pero fue insoportable. Apenas había podido fumar cada diez o doce horas y no había encontrado forma de estar cómoda. Finalmente cuando me bajé del micro (el tercero en todo el trayecto) me temblaron las piernas. Y lo primero que sentí fue un vaho de calor y olor a alcohol nafta. 

Mientras esperaba que me entregaran el equipaje me entretuve mirando un puesto de venta de dulces a base de coco. ¿Cómo iban mis tíos a ayudarme a olvidar?, ¿y a olvidar qué, que si no fuese por mí, Pablo se hubiese quedado?

Mis tíos me pasaron a buscar y se mostraron tan alegres de verme que por un momento tuve la impresión de que eran dos nenes. El viaje en auto hasta su casa fue corto, y en el camino, ninguno se refirió a mi situación personal, lo que indicaba que estaban al tanto de todo. 

Las casas que se veían estaban bien cuidadas. La mayoría tenía jardín al frente. Sobre la avenida principal había algunos locales y más casas y según me contaron detrás de los médanos que bordeaban la avenida, estaba el mar.  

Me preguntaron si quería dar un paseo, pero les dije que antes que nada prefería ducharme. A medida que nos acercábamos, mi tía me presentó a los vecinos. Señalaba una casa y me contaba lo que sabía. En todos los casos tuve la sensación de que se trataba de personas felices. 

Mi tío estacionó el auto en la puerta. Nos bajamos. Cruzamos el jardín, más grande de lo que me imaginaba, y entramos a la casa. Era un típico chalet de dos plantas que hacía poco habían terminado de construir. Antes vivían en Santa Teresa, en el centro de Río de Janeiro. Pero cuando sus dos hijas se casaron decidieron hacer algo a su medida, en un lugar más tranquilo, y prácticamente la estaban estrenando. 

Cuando entré y me mostraron el lugar, no tardé en desilusionarme. Me había hecho la idea de llegar a una de esas típicas casas cariocas donde la gente duerme en el piso de la sala sin que nadie sepa bien quién es quién. 

Sin embargo me encontré con una casa que tenía un lugar para cada cosa, incluidas dos habitaciones para invitados que nadie había usado y que me hicieron sentir una invasora. La casa se pasaba de pulcra. No faltaba ni una cortina ni una lámpara. Y todo eso —los pisos lustrados, las paredes impecables, la cocina ordenada al milímetro— me dio la impresión de entrar a un lugar deshabitado.

Abrí mi valija, uno de los placares de mi cuarto y empecé a guardar mi ropa. Mis tíos habían sido hippies, drogones, swingers, y ahora, en cada estante del placard, había un ramo de lavanda para evitar el olor a humedad. 

Me duché en el baño más esterilizado del mundo. Me sequé con toallas que de casualidad no tenían mi nombre bordado y quizá fue el cansancio pero tuve la certeza de que encontrarme con extraños con quienes perderme en una fiesta constante, no iba a suceder ni en un millón de años. 

Esa noche cenamos los tres juntos. Mi tía preparó feijón y mi tío se dedicó a servir cachaça. Hablé de las novedades de Buenos Aires, de la parte porteña de la familia y ellos me pasaron las novedades de mis primas, sus esposos y sus hijos. Después, apenas cayó la noche, nos fuimos a dormir. 

Metida en la cama revisé otra vez los cinco años con Pablo. No saqué nada en limpio. Era su nueva y maravillosa vida la que me venía a la cabeza como la peor de las resacas. Después de mil vueltas, en algún momento me quedé dormida. 

Cuando abrí los ojos tuve ganas de llorar. Si lo de Pablo era un trago horrible, despertarme en la casa de mis tíos no lo mejoraba. Sin darme cuenta había perdido al hombre de mi vida y sin darme cuenta lo había empeorado provocándome una temporada en una clínica de rehabilitación vacía. 

Escuchaba el aleteo de los pájaros pero no veía ninguna luz, tenía que ser muy temprano. Era evidente que mis tíos dormían, que todo Itaipuazu dormía. 

Busqué mi celular. Eran las cinco y cincuenta. No sabía cómo preparaban el café, o dónde estaban las cosas y me parecía que iba a hacer ruido. Pero necesitaba levantarme. Me lavé la cara, me vestí y se me ocurrió ver el amanecer. Tenía que cruzar el pasillo hasta el hall principal y ahí tenía que abrir la puerta ventana que daba al jardín.  

Cuando llegué no pude ver hacia afuera porque el cortinado estaba cerrado y tuve miedo de que la puerta tuviera llave, no quería despertar a mis tíos, no estaba preparada para tener una conversación, en verdad lo que deseaba era encontrar la fórmula para volver en el tiempo. Pero tuve suerte, sujeté el picaporte y cedió. Abrí despacio, lo suficiente hasta poder salir, el aire fresco me dio en la cara, entonces la vi. En el medio del jardín, como si fuese lo más normal del mundo, había una vaca. Una vaca enorme, blanca y negra, impecable. El portón de la  calle estaba abierto. La vaca debió haberse perdido y se metió en el jardín. Lo primero que hice, no sé bien por qué, fue ir hasta la habitación de mis tíos. Pero cuando me acerqué, descalza, en puntas de pie y escuché ronquidos, volví al jardín y fui hacia la vaca.. El pasto estaba fresco. El sol recién empezaba a asomarse. La acaricié. No me acordaba si antes había tocado una vaca. Era mullida y gruesa y pude sentir su respiración en mi mano. Tenía el hocico rosado, los ojos brillantes y serenos, pestañas tupidas. El aire olía a limpio y ella olía a limpio. El cielo estaba teñido de violetas y turquesas. Y, es ridículo, pero  tuve ganas de abrazarla. El animal más bueno del planeta, llegado vaya uno a saber de dónde, había aparecido esa mañana, tan solo para mí.

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