Vacaciones de arriba

Revista Número 20

Ulises Martino

1.

Faltaban dos meses para las vacaciones. Y eso a mi padre lo tenía preocupado. Las vacaciones eran intocables. Se hacían a como diera lugar. O por buena fortuna –una actuación de mi padre con el conjunto–, o a través de una invitación. Nunca lo vi resignar vacaciones pero tampoco estaba acostumbrado a pagar. No recuerdo que jamás haya pagado por ninguna casa ni ningún hotel. 

Córdoba –una vez en avión–, San Clemente –un montón de veces–, Las Toninas, Mar del Plata y lugares más o menos conocidos, según dónde lo contrataran. 

Pero se venía el verano y no tenía un plan. Fue la primera vez que apareció en escena el mangazo. Cenábamos en casa cuando en la cabeza de mi padre floreció el tío Luis. 

–Los tíos –gritó, en realidad.    

–¿Qué tíos? –preguntó mi madre.

–El tío Luis. 

Hasta ese momento nunca lo había escuchado nombrar. Un tío que, al parecer, él y su esposa, eran unos parientes lejanos de mi madre que vivían en Mar del Plata. La ciudad preferida de mi padre. Cuando gritó, quedó en claro que la gestión tenía que llevarla a cabo mi madre que, en principio, no le llevó el apunte. En la semana siguió insistiendo. 

–El tío Luis, el tío Luis, cuánto hace que no lo vemos. 

Mi madre tuvo que ceder a llamarlos, quizás teniendo que ocultar la vergüenza, menguar la distancia de mucho tiempo y en algún momento de la charla tirar el mangazo. A su favor, mi madre destilaba un aura de honestidad, tan poderoso, que nada en ella podía reflejar un sesgo de oportunismo. 

Así que nada le costó avanzar con la primera parte del plan. Mi padre, en vez de felicitarla, se vanagloriaba a sí mismo.

–Te lo dije, te lo dije, ¿cómo no van a querer que vayamos?

La casa era la más linda de lo que yo ni siquiera había imaginado. La más linda en la que habíamos estado nunca. Un enorme chalet de dos plantas, grande por detrás y por adelante, fondo con jardín, garaje, un living con un gran ventanal que daba a la calle, una cocina que era como nuestro departamento de Buenos Aires y dos habitaciones en la parte de arriba que fue donde nos instalamos los cuatro. Mi padre, mi madre, yo y mi hermanito de apenas seis meses. 

El tío Luis y la tía Haydée parecían contentos de recibirnos, una pareja de ancianos sin hijos. Dos perros caniches malcriados como si fueran hijos. 

Mi padre se encargó de la siguiente parte del plan: ganarse el afecto de los parientes desconocidos. Ese era su mejor trabajo, incluso antes que la música. Lo lograba con tanta naturalidad y rapidez que asombraba. Con su simpatía, que solo ponía en práctica cuando se trataba de conseguir la aprobación –en eso el escenario le daba experiencia–, agradaba en masa. En general a través de los chistes, mi padre tenía un arsenal. Era capaz de contar tantos como fuesen necesarios, no solo para ganarse a los anfitriones, sino como para asegurarse las vacaciones por toda la eternidad. 

Al cabo, les dio un cimbronazo a la vida de aquellos ancianos. Los llevaba a la playa, revivió la parrilla del fondo y hasta les aligeró el vínculo con los vecinos ya que se mostraba simpático de especial manera. 

2.

El jardinero de la casa se llamaba Nino, un italiano que solía venir por las tardes. Esa clase de tanos que por más que haya venido a los cinco años a la Argentina seguía hablando en su idioma. Y de ese hablar cocoliche, deforme, mezcla de italiano-español, mi padre sacó provecho. Un especialista en sacar provecho de todo lo que se le presentara con tal de afianzar su objetivo. 

A Nino lo recibía a los abrazos, lo besaba, mientras el tano se ruborizaba. Lo imitaba en su ausencia para los tíos, que se agarraban el estómago de la risa, hasta que le rogaban por favor que pare. Esa gente parecía llevar muchos años sin reírse. Hay gente que necesita que la diviertan. Así que mi padre progresó con la imitación, torciendo las muñecas en clara alusión de que el jardinero era afeminado. Y luego empezó a imitarlo, incluso en presencia del tano –omitiendo la parte de las muñecas dobladas–, como para redoblar la apuesta. El jardinero, pobre, se sonrojaba, incrédulo. Un hombre de una vida tan rutinaria y turbia, a simple vista, al que mi padre le adosaba también un poco de movimiento.  

Mi padre tenía la habilidad de no ofender con su humor y lo imitaba tan perfecto que todos acabaron amando a mi padre, incluso el jardinero, que daba la sensación de que nunca nadie en la vida le había otorgado tanta importancia. “Colorado como polaco con tricota”, solía decirle y todos estallaban con la ocurrencia, aunque era un chiste que yo no podía captar. 

Lo principal es que no había nada que hacerle: mi padre en tan solo tres días se había asegurado las vacaciones de arriba por los siguientes diez veranos. 

El otro aspecto del que se valió para sacarle jugo a la situación fue la parrilla que descubrió en el fondo. En un jardín muy hermoso que tenía la casa para que retozaran los perros. La parrilla llevaba muchos años sin ser usada y mi padre le devolvió la vida. Un especialista en darle vida a una cosa y en darle muerte, nunca tuvo término medio. 

Había que ver las caras de los tíos cada vez que mi padre iniciaba un fuego. Era como si viajaran a Europa. Un asado tras otro, tenía al matrimonio impactado. Un día compraba asado: “Conseguí el mejor asado de Mar del Plata”, se promocionaba. Otro día venía con vacío o entraña, todo era lo mejor. Lo que más se promocionaba era el chinchulín. “Hoy es El festival del chinchulín”, dijo una vez, después de jactarse de hacer los mejores. Bien secos, dorados, crocantes y no sé por qué empezó a promocionar que a mí me gustaban los chinchulines tanto como a él, que eran mi debilidad y que “mirá lo que come este nene”. 

Dos o tres días seguidos de comer chinchulines. El caso es que yo no podía fallar y la tercera noche, la del festival, enmarañado en la opinión de mi padre –quiero decir que llegué a pensar que yo era el loco de los chinchulines–, me agarré un atracón. Vomité en la madrugada y hasta fuimos a lo de un médico, amigo de la tía Haydée, a la mañana siguiente. Mi padre no era de llevarte al médico ni con 50 de fiebre. Pero en cuanto lo dijo Haydée ni chistó. Estuve sin comer tres días, sintiendo asco por cualquier comida. El médico recomendó que no comiera hasta que no se renovaran mis ganas. 

3.

Otro aspecto de esas vacaciones fueron las salidas de noche. Mi padre por más que no actuara le gustaba la noche. Y como lo de la música le daba conocidos por todas partes, a las doce nos íbamos para un boliche, Botellas. Mi padre, mi madre y yo. A mi hermano lo dejábamos durmiendo en la cuna. 

En Botellas ofrecían siempre el mismo formato: un número musical, un cómico, de vez en cuando un mago y cerraba otro número musical: Los 4 Rumbos. De esos me acuerdo porque uno de los integrantes era buen amigo de mi padre. El presentador era un tal Bocha Retegui, que además de presentar recitaba Lorca. A mí me deslumbraba todo, en especial el cómico que se la pasaba puteando y le cagaba los trucos al mago. Por eso estaban siempre renovando los magos y a punto de echar al cómico. Una noche le prohibieron actuar. Pero a la siguiente lo dejaron de nuevo porque era el mejor de aquel espectáculo. Un tal Román, que después ganó un concurso en la tele. 

Alrededor de las cinco nos volvíamos. Mi hermano seguía durmiendo. Visto a distancia parece una salvajada que quedara solo en la noche. A favor de mis padres, mi hermano siempre estaba dormido, y jamás dio la sensación de que hubiera pasado una mala noche.  

4.

Fueron cinco veranos en la casa de los parientes lejanos. Hasta que llegó la muerte. El primero fue Luis. Ese verano fuimos aunque ya no estuviera Luis. En marzo la que murió fue Haydée. Mi madre recibió la llamada y comenzó a llorar con el tubo en la mano. Quien daba la noticia era la esposa del jardinero. 

Lo curioso de mi madre era que de verdad se encariñaba con las personas. Sin pensar en la ventaja que buscaba sacar mi padre. Ella aprovechaba la jugada para encariñarse. Luego lloraba naturalmente. 

–Se acabó Mar del Plata –largó mi padre una noche como siempre en la cena.

Pasaron los meses. Cerca del verano, en la mente de mi padre reapareció el jardinero. 

Otra vez el procedimiento. Mi madre tenía que llamar a Gina, la esposa del jardinero, con quien el vínculo estaba iniciado a propósito de la muerte de los tíos. Era cuestión de extender la conversación. Eso fue lo que sugirió mi padre, que no soportaba tener que resignar vacaciones. Que fuera hablando de a poco, le aconsejó a mi madre, que tal vez hubiera lugar en la casa del tano. El nuevo mangazo. No sé por qué mi madre, a quien que tal vez le interesara la amistad con Gina, le hacía tanto caso a mi padre. Dándole a cada encuentro un sesgo de oportunismo. 

5.

La tarde que llegamos a lo del tano fue horrible. Yo ya iba por los 15 y pude sentir la impresión. Estaba Nino en la puerta con su esposa Gina que usaba de anteojos dos culos de botellas para poder ver. Lo lindo de mi padre, la parte linda que pudiera tener conseguir las vacaciones de arriba, comenzaba a desmoronarse. Tal vez ya estuviera desmoronado antes de llegar a esa puerta. A esa altura era un padecimiento. 

Pobre mi madre que había tenido que estar conversando con aquella mujer. Y pobre mi padre después de las actuaciones. Tener que bancarse a ese jardinero. 

La casa era algo pequeña, con pocas ventanas. Una sola habitación para nosotros cuatro, que daba a un patio central. Ese no era el problema. ¿Qué mierda teníamos que ver con el jardinero aquel? 

Mi padre nos metía en cualquier lugar con tal de garantizarse las vacaciones de arriba.

Y lo curioso fue que Nino ya no se sonrojaba, ni festejaba que mi padre le contara los chistes. De a poco fue copando la escena, el protagonismo. Principalmente en las cenas, en las que empezó a contar su expulsión de Italia, el amor por su tierra, llorando en la cena hasta ponerse agresivo. Que los vagos de este país, que los jóvenes. 

–No quieren trabajar gritó –y me fulminó con la mirada.

Odiaba a los vagos y a los jóvenes.  

Lejos estábamos de los chistes y lo vi a mi padre por primera vez no hacer pata ancha en un lugar. Fue una semana en la que ni siquiera fuimos a Botellas porque el tano no le daba a mi padre una llave para que se manejara. El tano se levantaba a las seis para ir a laburar. No iba a permitir tanto regocijo.

En cuanto al ataque que me promulgó Nino, acusándome de joven, me dolió que mi padre no interviniese. Que se bancara todo, que no explotara. Que valiera cualquier cosa con tal de pasar las vacaciones de arriba. Me dolió porque él tenía un don que lo fue malgastando, de tan insatisfecho que anduvo en la vida. Un don que era mágico. Un talento envidiable para ganarse el amor de la gente. 

Que no le sirvió con el tano, acaso el más insignificante de todos sus objetivos. 

Fueron mis últimas vacaciones con ellos. Ya no quería ser parte de aquel sistema. De que nada importase con tal de cuidar el mango. Que de ventaja no tenía nada. No sé qué ventaja le encontraba mi padre.

Una vez se lo pregunté. 

–No sé –me dijo, haciéndose como pudo el boludo. 

No sé. Como si no saberlo le diera un mejor gusto al destino. 

Compartilo 👇

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *