Dama de noche

Revista Número 19

Alan Talevi

Hoy ceno con los Galíndez. Son más de las ocho, pero acá, a fines de enero, el sol no se oculta hasta bien pasadas las diez. Cuando llego al comedor ellos ya están sentados afuera, en el solario, y decido acompañarlos. Les gusta cenar temprano. Los hace sentir europeos. 

Está fresco. Me froto los hombros desnudos. En otra época, Gabriel no lo habría permitido. Atento al más mínimo gesto mío e incluso a los cambios de mi piel, habría ordenado a alguno de los empleados que me alcanzara un abrigo o habría subido él mismo hasta el cuarto para traerme un chal. Ahora, recorre las mesas atendiendo a los huéspedes y es como si yo no estuviera para él. No me dirige la palabra, no me mira. El tiempo hace estas cosas, de a poco, callado, y un día dos personas que se amaron encuentran que se han alejado sin retorno. 

Los Galíndez vienen desde hace años. Su primera visita fue poco después de que empezáramos a ofrecer la estancia como hospedaje, lo que hoy se llama “turismo rural”. El campo no estaba rindiendo y nos pareció una buena idea para aumentar los ingresos. No imaginábamos recibir más de una o dos parejas a la vez, pero el experimento superó nuestras expectativas. A los tres años ya habíamos construido el complejo de cabañas al otro lado de las cuadras y el corral. Tal vez hubiera sido mejor levantar las cabañas más lejos de la casa, después de todo espacio es lo que sobra. Supongo que decidimos con sentido práctico: estando cerca, el servicio a la habitación y la logística en general se simplifican. 

Cuando nos visitan, Ernesto y Marcela Galíndez se quedan no menos de una semana. Tienen un hijo, pero hace años que no lo traen. El chico debe tener, ahora, trece o catorce. ¿Lo dejan solo en la ciudad? ¿Con algún familiar? ¿Con amigos? Que hayan dejado de traerlo me resulta un poco ofensivo. Vienen por Comodoro Rivadavia, bajando por la Ruta 3 hasta Piedrabuena y de ahí derecho por la 288. Cuando vuelven a Buenos Aires prefieren el camino de los lagos. Ernesto no aguanta la idea de venir y volver por el mismo camino. Dice que implicaría una carga psicológica negativa. Tiene elaborada toda una justificación metafísica para su toc. “Si el Sur se fija como destino, dice, volver a Buenos Aires solo puede vivenciarse como un fracaso, un retroceso. En cambio, razona, si la ruta trazada forma un circuito cerrado, si el objetivo final no es el Sur sino la propia Buenos Aires, entonces el recorrido puede experimentarse como un ciclo de renovación”. Cuando su marido expone estas teorías, Marcela revolea los ojos y aprovecha para sacar un cigarrillo o reponer vino en su copa sin que Ernesto la censure. 

Los Galíndez creen que somos sus amigos. Tal vez porque hemos sabido compartir sobremesas con ellos, o porque cada verano les regalamos una botella de vino de cortesía o les prestamos botas de montar. Pero, ¿qué tipo de amistad puede existir cuando hay una transacción comercial de por medio? ¿Cómo diferenciar la hospitalidad genuina de esa forzada por el dinero? Todos los años nos traen regalos. Este, por ejemplo, llegaron con un coñac de color clarísimo, amarillo casi, para Gabriel. La forma de la botella me hizo pensar en un membrillo. Debe ser una botella cara, porque Ernesto no aguantó la tentación de mostrarle a mi esposo un certificado numerado que venía dentro del estuche, gesto ramplón por donde se lo mire. 

En otra mesa del solario se sienta una parejita joven. Se nota que ella la está pasando bien. A él, en cambio, se lo ve preocupado. Huraño, podría decirse. Imagino que es por el dinero que le están costando las vacaciones (la estadía en la estancia solo cubre el desayuno y una cabalgata de cortesía. El resto se paga aparte, a precios que duplican lo que se pagaría en el pueblo, que es ya mucho si se los compara con los de Buenos Aires). Él tiene rasgos atractivos. Usa la barba afeitada sin mucha simetría y las zapatillas gastadas. Una pena, en compañía de una mujer que se fijara en los detalles hasta podría ser un hombre exitoso. 

Gabriel trae a cada mesa una bandejita de plata con tres empanadas, como entrante. Yo digo que no tengo apetito. Aunque los Galíndez estuvieran solos, Gabriel igual hubiera traído tres empanadas. Algunos creen que es una muestra de generosidad, yo sé que no. Mi marido tiene espíritu científico y las tres empanadas son, en realidad, un experimento para juzgar la relación entre los huéspedes y su carácter. A él le gusta decir que para conocer a una persona alcanza con llevarla a comer. Se fija en cosas como quién cede a quién la empanada extra, qué parejas no comen la empanada de más, quiénes la comparten, quién la parte y cómo (con la mano, con un cuchillo, equitativa o despreocupadamente). 

A Gabriel le gusta repetir que Dios está en los detalles. Creo que porque, siendo él mismo tan meticuloso, se siente así, un poco Dios. Ahora escancia el vino en la copa de la novia del chico lindo. Ella dice que no es necesario, que gracias. Gabriel la ignora, sigue sirviendo. 

Marcela habla sin parar. Este año se cortó el pelo muy corto. El pelo corto puede ser sensual en una chica de veinte años, pero en una mujer de la edad de Marcela es como tirar la toalla, reconocer que lo mejor quedó atrás. La escucho en silencio y me pregunto cómo puede alguien recorrer un lugar común tras otro. Dice que cenar al aire libre en verano es una bendición. Que los que viven acá no se dan cuenta. Que en Buenos Aires sería imposible; el calor pegajoso, los mosquitos. Ernesto le contesta con otro cliché, que una cosa es el verano en el Sur y otra muy distinta el invierno. Le dice a Marcela que ella no soportaría los días cortos, los meses sin sol. Que se deprimiría. Ella se ofende. Pregunta si no hay acaso camas solares en la Patagonia. Hice mal en sentarme en su mesa. Cualquier conversación es para ellos una oportunidad para tirarse dardos envenenados. 

Miro a Gabriel. Los años finalmente lo alcanzaron, se nota que me lleva quince. El pelo largo y entrecano lo hace ver enfermizo. Hay que ver qué parte del mundo se raja primero cuando Dios empieza a sentirse cansado. Su panza no me molesta, es lo bastante robusto como para que un poco de barriga le siente bien. Es esa aura de hombre derrotado lo que me saca de las casillas. No hay cosa peor que el declive de un hombre poderoso. Un hombre poderoso vencido, no importa cuánta fuerza le quede, siempre estará por debajo del hombre que nunca tuvo nada. La otra noche, a eso de las dos, me levanté para pasear por la galería y lo encontré dormitando en el sillón del comedor. Había estado tomando el coñac de los Galíndez. La botella brillaba, medio vacía, en la mesa ratona. Ahí estaba también la vieja Polaroid 1000 de mi esposo. Me quedé viéndolo un buen rato. Respiraba pausadamente y de pronto se exaltaba y largaba un estertor. Me acordé del caballo, pensé que no se puede matar nada sin morir también un poco. 

Marcela come apenas media empanada. ¿Qué diría Gabriel de eso? Que es frígida. Para él, comida y sexo son dos caras de la misma cosa: el que come mal, coge mal. Ernesto engulle las dos empanadas restantes, pero, aunque es uno de esos tipos con hambre animal, infinita, no toca lo que queda de la de Marcela. Trato de pensar como Gabriel: Ernesto ya no desea a su mujer. No, no es solo que no la desea, es peor: ella le produce rechazo. Debe tener una amante más joven en la Capital con la que come pizza cuando se escapa de la oficina, al mediodía, para verla. La imagino una nena consentida. Una de esas personas que dejan sin comer la parte de atrás de la pizza, nada más porque es muy dura. Y él, feliz de la vida, comiendo los restos de pizza que la piba deja, como si fuera un perro. Ahora, Ernesto extraña a su amante y las vacaciones se le hacen interminables. 

Dos chicos del pueblo ayudan a Gabriel levantando las mesas y bacheando. La parrilla nada más la toca Gabriel. Uno de ellos, que trabaja con nosotros hace años y tiene confianza con los Galíndez, pregunta si hubo algún problema con las empanadas. Ernesto contesta que todo está, como siempre, impecable, pero que su señora necesita cuidar la figura. Dice eso y le guiña un ojo al chico. Unos minutos después Gabriel se acerca trayendo el cordero y yo pido permiso, me levanto y bajo las escaleras que llevan del solario al jardín. Levantarse sin probar la comida es el peor insulto que puede hacérsele a Gabriel. 

Hice que los jardineros plantaran plantas con flores de noche, para impresionar a los huéspedes, pero, sobre todo, para sostenerme el ánimo en las noches malas. Mi preferida es la onagra. Sus pétalos amarillos fosforescen a la luz de la luna como si fueran velas encendidas. Su perfume dulzón, selvático, se ensambla bien con la fragancia más compleja de la trompeta del ángel. Mi jardín tiene un olor único. A veces cuando la casa duerme y yo deambulo, pienso que estoy soñando. Pero me dijeron (o leí, o escuché en la televisión, no recuerdo) que los sueños son visuales nada más, una ráfaga de imágenes proyectadas a gran velocidad en el cerebro, recuerdos de distintos tiempos que se funden como los motivos de un calidoscopio. En los sueños no hay lugar para los otros sentidos: mi jardín está repleto de perfumes y sonidos. Los grillos, las chicharras, un pájaro que canta a mitad de la madrugada. Creo haber escuchado música en sueños alguna vez. Pero olores no, olores, en sueños, jamás. El olor nos ancla a la realidad. 

En una maceta que parece una canasta, veo que uno de los capullos de la dama de noche se puso naranja y está a punto de abrir. Tal vez lo haga esta misma noche, tal vez mañana. 

En el jardín el tiempo corre distinto, como si fluyera por pulsos o por espasmos. En eso sí se parece a los sueños. De golpe se suspende, se vuelve sólido, y de pronto echa andar en torrente desordenado. Hielos y deshielos. No me extraña entonces que, cuando vuelvo al solario y, a pesar de que creo haberme ausentado nada más cinco o diez minutos, encuentro que la parejita ya se retiró y los Galíndez permanecen solos y ensimismados en la mesa, que terminaron con el cordero, que ella pidió un postre del que probó nada más dos cucharadas y que cada uno tiene ya un vaso de whisky: él, con hielo; ella, limpio. A ella el párpado de uno de los ojos se le entrecierra. Está borracha. Cuando me siento a la mesa y le sonrío, su mirada se demora un instante en la mía, los ojos se le abren como asombrados y le da hipo y después del hipo le sale un eructo largo, estridente. 

Ernesto le pide que por favor no haga papelones, que se vayan a dormir. 

Empiezan a discutir. Ella dice que no quiere quedarse en la estancia ni una noche más. Que quiere volver ya mismo a Buenos Aires. Él la toma del brazo e insiste en ir a la habitación. Marcela grita que la está lastimando. Estiro el cuello buscando a Gabriel, que repasa las mesas del comedor, indiferente al escándalo. Marcela se levanta y se tambalea. Ernesto, avergonzado, intenta calmarla con falsa ternura. La toma por los hombros para guiarla. Ella al principio se deja. Enseguida, sin embargo, se desprende de las manos de él y apura el paso para dejarlo atrás. Parece que las piernas se le van a enredar. Zigzaguea los primeros metros y después recupera el sentido del equilibrio lo suficiente como para, con un poco de suerte, llegar sola a su habitación. 

Cuando despierto al otro día, me asomo por la ventana y veo que no queda una mesa libre en el solario. Es un día de sol, la mañana encandila de tan blanca. ¿De dónde salió toda esa gente? Gabriel debería haberme dicho que íbamos a recibir tantos huéspedes de golpe, para poder organizarme. Aunque la mayoría se queden en las cabañas (que es mucho más barato que alojarse con nosotros) cuando la capacidad está a pleno, hay horas en las que es difícil circular por la casa o realizar cualquier tarea. Vuelvo a la cama y me tapo hasta la cabeza con las sábanas. No quiero desayunar con toda esa gente. Tampoco tengo hambre. Me quedo un rato remoloneando, y me relajo tanto que hay un momento en que me parece que los bordes de las manos se desdibujan y se funden con las sábanas y el colchón. Es una sensación rara, como si a través de las manos echara raíces en la cama, como si me volviera parte de algo más grande que modificara mi centro de gravedad, mi masa corporal. Me asusto, abro los ojos, mi cuerpo regresa a su estado normal, individualizado. 

Decido pasar un rato con mis vestidos. Tengo tantos, que guardo la mayoría de ellos en cajas, en el ático. No es un espacio agobiante, como suele pasar. Nuestro ático es amplio y bien ventilado (hay un pequeño ventiluz y dos respiradores por los que circulan corrientes de aire fresco). Es una especie de entrepiso entre la planta baja y la planta alta de la casa. El piso está hecho de madera gastada sin barnizar, llena de vetas. Cuando nos invaden los huéspedes me pongo ansiosa, y nada más consigo calmarme saliendo a montar o internándome en el ático, recorriendo las texturas de las telas con los dedos. Huelo el tiempo en los vestidos. Hay zonas del ático en las que el piso está cubierto de polvo. Cerca del ventiluz descubro las huellas de un pájaro. Uno grande, tal vez un búho. Sería lindo tener un búho viviendo en la casa. Son animales de buena suerte y cazadores implacables de ratones. 

Empiezo el ritual de los vestidos con uno de satén. Aunque el altillo está en penumbras, en el tacto liso y consistente de la tela adivino su brillo. Sigo con el vestido de damasco. Palpo por el lado en el que los dibujos de la urdimbre son más notorios. Me da hormigueo, se me entumecen las yemas de los dedos, me pongo nerviosa. Agarro un vestido de invierno de casimir auténtico, esquilado de cabras tibetanas. Me pasa algo parecido a lo que sucedió con el colchón: es como si la lana me succionara y perdiera mi identidad. Como si fuera un borrón, una mancha indefinida. Pienso en arenas movedizas. Tiro el vestido lejos, en un rincón. 

Más tarde, pasada la hora de la siesta, cuando la arboleda empieza a proyectar su sombra, recorro las cuadras. Los animales están inquietos por el calor. El sudor de las bestias atrae tábanos y mosquitos. Siempre a la sombra, camino hasta el monte de eucaliptus donde el olor mentolado me tranquiliza. Algunos frutos están ya blancos, bañados en pintitas de un verde vivísimo. En el monte hay un claro y, allí, un parche de tierra de un color distinto. Es el lugar donde Gabriel enterró al caballo después de pegarle un tiro. El caballo se llamaba Ezequiel. Sí, Gabriel siempre se sintió un poco Dios: hasta le puso a su caballo favorito el nombre de un profeta. Él amaba a ese alazán, pero la pobre bestia hizo algo que, en su momento, parecía imperdonable. Pasaron años de eso ya. El caballo podría ser un recuerdo de otra vida o una fábula. Aquella desgracia involucró a un niño, a una mujer. Recuerdo los gritos de la mujer en el comedor. Vi la escena desde el descanso de la escalera. La cara de ella no la recuerdo, la borré. Supongo que debería haber bajado. Ponerle el cuerpo a la situación. Soy la señora de la casa, después de todo, ese tipo de situaciones se sobrellevan mejor entre mujeres. Pero no podía. No podía traspasar el descanso de la escalera. Cuando quedamos solos, Gabriel me lo reprochó a gritos. Me evadí. Todo de esa época es confuso. Supongo que me atiborré con pastillas. Tomé la costumbre de esconderme en el ático, con mis vestidos. Siempre tuve problemas para dormir. En ese entonces era como si estuviera despierta todo el tiempo o dormida todo el tiempo. 

Nadie tuvo la culpa. No era un niño tan pequeño. Los niños de esa edad saben ya que no deben acercarse solos a los caballos de ese porte. Además, se lo advertimos a todos los huéspedes. Gabriel estaba furioso y destrozado. Quizá no haya sido buena idea alquilar habitaciones. Tal vez mi esposo está viejo y derrotado porque mató a su caballo. 

Por la noche pasa algo extraño: no hay nadie en el solario a la hora de la cena. ¿Dónde se fueron todos? ¿Habrá en el pueblo alguna fiesta de la que no nos enteramos? Eso explicaría todo. La afluencia súbita de gente, su ausencia de ahora. Así que, por primera vez en mucho tiempo, Gabriel y yo nos encontramos de frente, en el comedor. Él tiene una mirada limpia, ojos grandes que recuerdan un lago temblando al sol. Su panza redonda. El pelo desgreñado. Viéndolo ahí con los brazos caídos a un lado del cuerpo, siento una cosquilla en el estómago, mezcla de ternura y deseo. Le sonrío. Digo su nombre. Él dice: 

—Basta. 

Lo miro caminar hacia el comedor, subir la escalera. Siento angustia. Quiero ver el jardín, mis flores. La onagra es mi preferida, sí, pero es la dama de noche la flor con la que me identifico. La preferencia y la identificación son cosas distintas. Uno se identifica con ecos, con cosas que de algún modo hablan de uno. En cambio, la preferencia suele dirigirse a lo inaccesible, lo complementario. Los capullos de la dama de noche tienen algo como de mimbre tejido. Las hojas, desparejas en los bordes como si las hubiera comido una oruga. Una planta que no es de adentro ni de afuera. Pertenece al medio, a los límites. Necesita luz filtrada, nunca directa. Sus flores blancas en capas interminables como el vestido de gaza de una bailarina de ballet o como un fantasma, sus peciolos que me recuerdan a una araña de nieve. Su vida efímera. Abrirá esta noche y al amanecer ya estará marchita. Acerco la nariz, para tener un anticipo de su olor. Cuando la flor abra su perfume se impondrá a todo lo demás, es así de intenso. Tanto, que hay gente que no lo soporta. El capullo vibra, me aparto. Por el espacio entre los pétalos sale reptando un insecto. Es un insecto alado, no llego a distinguir si una abeja o un moscardón. ¿Cómo entró ahí? Levanta vuelo. La manera en que sale del capullo me recuerda un parto. Me estremezco, retrocedo hasta chocar con la pared. 

Vuelvo al comedor. La botella de coñac que trajeron los Galíndez está a rebosar. ¿Cómo es posible? ¿La habrá completado Gabriel con otro licor, para disimular? ¿O acaso le regalaron dos y yo solo vi una? Rápido, subo las escaleras. La puerta del dormitorio está entreabierta. La empujo. Gabriel está en la cama, con el torso desnudo. Tiene su vieja Polaroid en las manos. Dispara, el flash me encandila. La máquina escupe la fotografía, Gabriel la toma y, sin mirarla, la agita en el aire. Dice: 

—Basta, Cecilia. Dejame en paz, por favor. 

Todavía sin mirarla, suelta la foto, que cae justo entre un par de zapatos suyos.

Alan Talevi nació en Buenos Aires en 1980. Obtuvo el primer premio del Concurso Itaú (2016), el primer premio del Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura (UNA, 2017) y el 2do Premio del Concurso Luis José de Tejeda (2019). Publicó Pero ninguna palabra sobrevive (cuentos, Malisia, 2019), Anomalía (cuentos, Editorial Municipal de Córdoba, 2020), Histéresis (poesía, HD ediciones, 2022) y En un pozo de marea (poesía, Cuero, 2022), además de en diversas antologías y en medios digitales. En 2021 recibió una Beca Creación del FNA. El cuento «Dama de noche” nació en el taller de Inés Garland, luego de que el autor escuchara la lectura de un cuento de una de sus compañeras.A modo de muestra y ejemplo del trabajo y la inspiración que generan los talleres literarios www.revistacaradeperro.com  agrega en el siguiente link el cuento que inspiró “Dama De noche” clická acá

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